jueves, 30 de octubre de 2014

La falacia del «consumo» de suelo


Cada mañana, mientras desayuno, escucho a mi buen amigo Antonio Salazar en su programa de radio La Gaveta, espacio donde corre una brisa fresca y es posible escuchar algo distinto del sofocante y adormecedor consenso socialdemócrata. No obstante, siempre interviene algún político diciendo sandeces y dispuesto a joderte ese ratito de placer. Hoy el protagonista de la falacia del «consumo» de suelo ha sido el ínclito Paulino Rivero, presidente del gobierno canario e intervencionista hasta la médula; el mismo que ha maniatado y enfundado una camisa de fuerza a la economía de la región.

Una de las señas de identidad de los nacionalistas canarios es el ecologismo y la idealización romántica del paisaje y la naturaleza, en contraposición al progreso y la modernidad. Estamos ante otra versión del mito rousseauniano del buen salvaje —el guanche— que vive en un territorio idílico sembrado de plantas tan bellas como los cardones y tabaibas, conocidas euphorbias tóxicas que ni siquiera el ganado es capaz de digerir. Para nacionalistas y ecologistas es imprescindible defender los eriales costeros de una supuesta agresión de los peligrosos especuladores del asfalto y el ladrillo. La moratoria turística que impide a los propietarios de terrenos y empresarios la construcción de nuevos hoteles no es otra cosa que la materialización legislativa de este ideal totalitario que describimos.

Esta mañana afirmaba ufano don Paulino que era magnífico ver cómo los hoteles viejos se estaban modernizando, pudiendo apreciar que lo nuevo sustituía a lo viejo y «sin consumo de suelo». Por lo visto, cada nuevo hotel que se construye se «come» un barranco o una finca de plátanos y eso, claro está, no se puede consentir. Oímos también otras metáforas aún más apocalípticas como que las obras «devoran» nuestro territorio, como si carreteras y hoteles fueran ogros que comen tierra; y como si las fincas de particulares pertenecieran a estos ecologetas colectivistas.

Llegados a este punto es preciso refutar las premisas sobre las que el gobierno justifica su intervención impidiendo el mal llamado «consumo» de suelo y restringiendo el uso a sus legítimos propietarios. En primer lugar, el territorio no se consume ni se agota; el suelo permanece debajo de los edificios, carreteras y aeropuertos construidos. Cada actuación sobre el suelo es una modificación de su uso por parte de su dueño. ¿Y por qué lo cambiamos? Porque el factor de producción llamado tierra proporciona distintas rentas según su uso. Si los agricultores sustituyen plataneras por aguacateros es porque esperan obtener una mayor rentabilidad económica. El valor descontado del producto marginal aumenta porque, ceteris paribus, la cantidad de kilos de fruta producida multiplicada por su precio de mercado es mayor en el segundo caso (aguacates) que en el primero (plátanos). Siguiendo el mismo razonamiento, el dueño del terreno pudiera considerar que es más rentable «plantar» hoteles y apartamentos antes que producir frutas, verduras o queso de cabra. El auge turístico en Canarias, que se inició en la década de 1960, sustituyó el uso agrario de miles de hectáreas de terreno por el uso turístico: miles de hoteles, apartamentos, gasolineras, bares, restaurantes y un largo etcétera de servicios que nacen básicamente del incremento de la población. En este cambio, no diseñado intencionalmente por jerarcas como «modelos», mi querido Paulino, nadie ha comido tierra. Más bien lo contrario: los canarios dejaron de comer coles con gofio para comer carne y pescado. Miles de campesinos, que pasaban mucho desconsuelo, dejaron la guataca —esa que tanto gusta al nostálgico Vladimiro Rodríguez Brito— en el campo y se pusieron la pajarita de camarero porque así podían mejorar sus condiciones de vida.

En segundo lugar, los políticos, tan atrevidos como ignorantes, creen saber mejor que nadie qué uso debe darse al suelo (el de los demás); y como no son capaces de convencer a nadie con sus geniales ideas y ocurrencias diversas, deben imponerlas coactivamente mediante mandatos, o sea, a golpe de boletín oficial. Da igual quien sea el propietario jurídico del terreno, los gobernantes, cual mafia organizada, se han convertido en los propietarios económicos del suelo pues deciden arbitrariamente lo que sus dueños pueden o no hacer con lo suyo. Estos dictadorzuelos y pillos demócraticos hace tiempo que se cargaron el Derecho Romano, esa institución milenaria que mantenía un respeto irrestricto por la propiedad privada (ius utendi, ius fruendi, ius abutendi). Toda iniciativa personal o empresarial está supeditada a su superior criterio y otorgamiento de licencia, sin olvidar que hay que pasar por caja: mordida fiscal y, en su caso, un pequeño tanto por ciento para el partido por eso de «agilizar» los trámites.

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