jueves, 26 de abril de 2018

Contra la ideología de género: La estadística


En algunas ocasiones he denunciado que la ideología de género está basada en mentiras, además se trata de una pretensión inmoral porque actúa mediante la violencia legislativa. Los lobbies feministas influyen en la opinión pública para, indirectamente, conseguir que los políticos aprueben leyes en línea con un tipo de justicia sui generis. Una de las principales herramientas de los ideólogos de género es la utilización de estadísticas. Hoy pretendo demostrar que hacer reivindicaciones sobre la justicia basadas en las estadísticas es un error lógico. 

Comenzaremos aclarando que una estadística es un dato histórico referido a una muestra; según Mises (Acción Humana, p. 72): «los promedios estadísticos nos ilustran de cómo proceden los sujetos integrantes de una cierta clase o grupo»; por ejemplo, según la OCDE, la esperanza de vida en España es de 83 años y en el Reino Unido de 81 años. ¿Esta diferencia estadística es justa o injusta? Para pronunciarnos debemos primero disponer de una teoría de la justicia; por ejemplo, esa diferencia de dos años sería injusta si creyéramos que españoles y británicos «deberían» tener «igual» esperanza de vida. La estadística describe el «ser» (la realidad) y la ética el «deber ser». En 1740, David Hume (Tratado de la Naturaleza Humana, III, I, I) afirmó que las proposiciones fácticas y las morales tienen una estructura lógica distinta, es decir, del «ser» no podemos inferir el «deber ser».


Para entender mejor por qué el igualitarismo no es un criterio válido de justicia pondremos un segundo ejemplo. La esperanza de vida en España (INE, 2016) de hombres y mujeres es de 80,3 y 85,8 años, respectivamente. ¿Esta diferencia estadística de 5,5 años es justa o injusta? Los que creen que la justicia reside en la igualdad podrían pedir al gobierno, por ejemplo, que aumentara el gasto sanitario en la cura de enfermedades de la próstata y lo redujera en la de mama y útero; de esta forma, podríamos reducir la «brecha de género» en este aspecto. Pero las feministas, según parece, sólo pretenden la igualdad en aquello que particularmente las beneficie; su idea de justicia no sólo es equivocada, además es parcial e interesada.

Una estadística, por tanto, ni es justa ni injusta, tan sólo es una descripción de la realidad. La justicia, por otro lado, es inaplicable a clases: «hombres», «mujeres», «desempleados», «huérfanos», etc. Según Ulpiano (Digesto, I, I, 10), la justicia es «dar a cada quien lo suyo» (en singular), por tanto, sólo es aplicable a las acciones u omisiones de los individuos. El sofocante eslogan feminista de que el desigual promedio retributivo o «brecha salarial» por sexos es una injusticia carece de toda lógica. Aún así, esta falacia ha calado tan profundamente en la sociedad que es el soporte ideológico de innumerables aberraciones jurídicas, como las leyes de género, las cuotas por sexo y otros mandatos que nos recuerdan las leyes de Nuremberg. El término peyorativo «feminazi», que tanto molesta a las feministas, no es ninguna exageración y refleja el carácter totalitario de la ideología de género.

Afirmar que los promedios salariales de ambos sexos (o cualquier otro promedio) «deberían ser iguales» es un deseo arbitrario que sólo puede lograrse cometiendo verdaderas injusticias que afectan a los varones, pero también a las mujeres no infectadas por el virus de género. Cada quien «debe cobrar lo suyo» es el único criterio de justicia admisible. ¿Y qué es «lo suyo»?: Lo que libremente pacten quienes participan en un intercambio. Toda injerencia legislativa que pretenda equilibrar cualquier promedio estadístico es un triple error: lógico, ético y jurídico.

martes, 17 de abril de 2018

Valores. Ingeniería social vs ética de la libertad



Real Casino de Tenerife, 16/04/2018


Comenzaré mi intervención aclarando qué entendemos por «ética de la libertad». La ética es una ciencia normativa que pretende orientar nuestra conducta. La ética nos dice qué cosas deberíamos hacer -el bien- y abstenernos de hacer -el mal- porque dichas acciones y omisiones son buenas para la vida. Una persona es libre de ignorar la ética, pero no lo es de sustraerse a sus consecuencias.

Ahora hablemos de la libertad. Según Isaiah Berlin, una persona es libre si nadie interfiere en su esfera de acción (libertad negativa). Murray N. Rothbard, economista de la escuela Austriaca, amplía un poco más la definición: «La libertad es la ausencia de interferencias o invasiones físicas coactivas contra las personas y las propiedades individuales». Efectivamente, uno de los límites de la libertad es la propiedad; por ejemplo, un grafitero que desea pintar una tapia, primero debería pedir permiso a su dueño, pero es completamente libre de pintar las paredes de su propia casa.

«Libertad» es un concepto positivo. Lo contrario a la libertad es la esclavitud; ésta puede ser completa o parcial, permanente o temporal; por ejemplo, un esclavo es forzado a trabajar toda su vida mientras que un soldado conscripto sólo es esclavo del Estado durante su permanencia en filas. Otra forma más sutil de esclavitud es la confiscación. El recaudador de impuestos no se apropia del cuerpo del esclavo, pero se apropia de una parte de los frutos de su trabajo. Cualquier pérdida coactiva de libertad es un mal ético porque la persona se ve forzada a realizar algo que claramente le perjudica. Si la gente es reacia a pagar impuestos es porque piensa que ellos mismos emplearían mejor su propio dinero.

Cuando un hombre persigue libremente un fin es porque lo considera un bien. La coacción, por tanto, es síntoma de que el hombre resulta perjudicado respecto de otras elecciones para él disponibles. Si alguien se ve forzado a realizar un intercambio inferimos que le perjudica pues, en otro caso, no lo hubiera realizado.

Ahora hablemos de la metáfora «ingeniero social». El ingeniero social se cree un ser superior al resto de sus congéneres, a quienes utiliza instrumentalmente para alcanzar sus fines. El ingeniero social trata al hombre como la pieza de una máquina o como un animal (por ejemplo, en Madrid, en la Navidad de 2017, la alcaldesa obligó a los peatones a circular por ciertas calles en una dirección única, como si fueran ganado) que puede ser sacrificado en el altar de la sociedad, la nación, el pueblo, la democracia o de cualquier otra deidad. El ingeniero social utiliza sus propias ideas o las toma prestadas de algún intelectual; por ejemplo, los jerarcas comunistas, que ocasionaron 100 millones de muertos, hicieron suyas las ideas del filósofo Carlos Marx.

La herramienta favorita del ingeniero social es la legislación, el Boletín Oficial, la imposición de mandatos que deben ser obedecidos bajo amenaza de sanción. El ingeniero social es malvado, pero no tonto, siempre busca legitimar sus actos y para ello se apoya convenientemente en los informes de expertos (científicos y académicos en la nómina del Estado) y las estadísticas y encuestas de opinión realizadas o sufragadas por el Estado. Todo, como pueden ver, muy «objetivo». Otras veces se escudan en que determinadas normas deben ser aplicadas porque así lo dictan otros ingenieros sociales que viven en Madrid o Bruselas.

Derecho y legislación son cosas bien distintas. La legislación es particular, cambiante, ocurrente, reactiva y, sobre todo, arbitraria. Especialmente lesivas para la libertad son las leyes de género (que violan principios fundamentales del Derecho), las cuotas, el control de la natalidad, la legislación laboral, la impunidad sindical, los incentivos a tal o cual sector económico, el control de precios, la inflación, los monopolios, etc. 

El ingeniero social tiene poder político y lo utiliza para diseñar la sociedad según un modelo que él considera subjetivamente bueno. Tiene un modelo económico, laboral, educativo, sanitario, energético, turístico, etc., y pretende imponer su modelo, de forma autoritaria, a toda la sociedad. Lo que reclama la ética de la libertad es que el ingeniero social y quienes les apoyan renuncien a la violencia y que las empresas e individuos no sean forzados a producir y consumir lo que no desean, es decir, que exista un mercado laissez-faire con múltiples modelos en competencia y que sean los individuos los que libremente elijan fines y medios.

viernes, 13 de abril de 2018

Contra el igualitarismo

Ulpiano
Según el afamado jurista Ulpiano (¿Tiro?, ¿170? - Roma, 228) los preceptos fundamentales del Derecho son tres: 1) Vivir honestamente; 2) No dañar a nadie; y 3) Dar a cada quien lo suyo. Desde entonces y durante muchos siglos filósofos, juristas y, en general, las masas asumieron que la justicia coincidía con el tercer precepto de Ulpiano«lo justo era dar a cada uno lo suyo». De esta forma, el concepto de justicia estaba en sintonía con la naturaleza humana. Es justo que los hombres acumulen distinta riqueza porque los hombres son distintos entre sí, unos son más fuertes, inteligentes, capaces, imaginativos o industriosos que otros. Esto es un hecho, una verdad incuestionable. Al mismo tiempo, aún teniendo capacidades y oportunidades distintas, cada persona tiene fines particulares, subjetivos, que difieren según la personalidad; por ejemplo, una persona dotada intelectualmente para el estudio puede preferir la artesanía porque trabajar con sus manos le reporta una mayor satisfacción. Sólo el individuo puede ser el juez de su propia felicidad. En definitiva, capacidades, oportunidades y fines son específicos e incluso varían a lo largo del tiempo para un mismo individuo. Si no media la violencia o el fraude, la diferencia de resultados es ética y justa porque obedece a la natural diversidad humana. 

Montaigne
¿Cuándo cambió el concepto clásico de justicia? Desde la antigüedad el hombre rico -comerciante, prestamista- siempre estuvo bajo sospecha y era objeto frecuente de la rapiña pública (gobierno) o privada (crimen). Ya en 1580, el filósofo y humanista Michel de Montaigne afirmaba (Ensayos, cap. XXI): «El beneficio de unos es perjuicio de otros», estableciendo una explícita condena moral a la obtención de la riqueza, desgraciadamente esta falacia persiste hoy en la mente de muchos. Ya en el siglo XVIII, la teoría del valor objetivo de Adam Smith (1776) fue precursora de la nefasta teoría marxista del valor-trabajo (1867) y de la explotación de los trabajadores; el resto de la historia es de sobra conocida.

John Rawls
El filósofo John  Rawls (1921-2002) puso su granito de arena elaborando una Teoría de la Justicia (1971) que proclamaba la «equidad» en los resultados y, de paso, alimentaba la espuria doctrina de la «justicia social». Las desigualdades socio-económicas —afirman los igualitaristas— son injustas y es deber de los poderes públicos redistribuir «equitativamente» la riqueza según criterios que necesariamente son arbitrarios. Dicho en román paladino: «es justo que el Estado robe al que más tiene para dárselo al que menos tiene». Así, Ulpiano fue reemplazado por Marx. La justicia ya no era dar a cada quien lo suyo sino «de cada cual según su capacidad y a cada cual según su necesidad». De esta forma, se pervirtió el concepto de justicia y se legalizó el robo, pero sólo si es perpetrado por el Estado. Bajo esta ética perversa el Estado social crece imparable desde principios del siglo XX. Como era de prever «el que parte y reparte se lleva la mejor parte» y los principales beneficiarios del saqueo no son los necesitados sino los políticos que dirigen el Estado, funcionarios y grupos de interés o lobbies. El Estado social, en realidad, es antisocial por inmoral y lleva en su interior la semilla de su propia destrucción.

El igualitarismo no sólo pretende igualar clases sociales —ricos y pobres— sino que se va extendiendo, como un cáncer, a toda la sociedad. Su nueva franquicia se llama «ideología de género», una doctrina neomarxista donde hombres y mujeres son presentados, respectivamente, como explotadores y explotados. En nombre de la «justicia social», una vez más, el Estado puede coaccionar a las organizaciones y empresas con cuotas y otras exigencias espurias que se presentan en forma de legislación de género. Políticos, juristas, intelectuales y periodistas se han doblegado ante la marea de género sin que nadie alce la voz contra esta ideología criminal. Las leyes de género violan principios generales del derecho como la igualdad ante la ley o la presunción de inocencia, convirtiendo a todo varón en un presunto culpable.

Atlas
Todas estas agresiones a la libertad, a la propiedad, al derecho y a la justicia, rectamente entendida, causan un enorme sufrimiento a los individuos y destruyen el orden social. Sus consecuencias son imprevisibles pero ya hacen aparición los primeros síntomas de descivilización: deterioro del juicio moral, debilitamiento de la familia y de otras instituciones sociales, incremento de la preferencia temporal, aumento de la corrupción política y social a todos los niveles, aumento de la violencia y del número de suicidios (con mayor incidencia en los varones), etc. En definitiva, el progreso social, económico y moral de una sociedad puede irse al traste si no recuperamos la sana tradición del Derecho Romano y combatimos la espuria doctrina de la justicia social y su perversa secuela del igualitarismo.