miércoles, 17 de septiembre de 2014

El salario de los famosos


Observo con frecuencia en las redes sociales cómo algunas personas se escandalizan -tachando de inmorales o injustos- los pingües salarios que perciben determinadas figuras del espectáculo o el deporte. Las iras recaen con especial virulencia sobre los presentadores y tertulianos de programas del corazón como Sálvame: profesionales del periodismo rosa cuya mayor habilidad es conocer la vida íntima de otros famosos para luego despellejarlos sin piedad en el plató de TV. ¿Cómo es posible que Belén Esteban, Kiko Hernández o Matamoros ganen varios miles de euros por programa? ¡qué vergüenza de país! —gritan muchos indignados ante lo que tildan como «fallos» del mercado o del capitalismo.

El segundo grupo más criticado es el formado por los futbolistas de élite: Ronaldo, Messi, Bale, Casillas, etc. ganan todos varios millones de euros netos al año, unos 20.000€ al día; «y tan solo por correr detrás de una pelotita» —afirman algunos que odian el fútbol. A otros les parece injusto que futbolistas, tenistas o golfistas "normales" ganen mucho más que los campeones mundiales de natación, atletismo o bádminton. Por último, para no alargarme, los hay que comparan los salarios de los famosos con los de otros profesionales más «útiles» a la sociedad como pudieran ser los médicos, ingenieros o profesores. De este análisis excluyo a políticos, funcionarios y otros empleados del estado que obtienen su salario, no mediante otorgamiento voluntario de los consumidores, sino tras la expropiación forzosa que implica todo impuesto.

Todo este elenco de quejas, lamentos y agravios comparativos que tildan de «excesiva» la ganancia de las estrellas de la TV y el deporte se debe básicamente a dos causas: la primera es la envidia; la segunda, la incapacidad para entender cómo funciona la economía de libre mercado y cómo ésta recompensa a cada trabajador de forma desigual. En el sistema capitalista el consumidor es el juez que determina cómo se retribuye el trabajo. Al consumir un programa de TV (y dejar de consumir otro) la audiencia fija indirectamente los salarios que cada cuál percibirá. Es patente que las tertulias del corazón o los partidos de fútbol acaparan gran parte de la audiencia y eso incrementa los ingresos por publicidad de los medios de comunicación. Por tanto, son los espectadores, a través de sus elecciones libres y voluntarias, quienes estipulan lo que cada cuál cobrará en una economía no intervenida. 

Como dice Ludwig von Mises: «La economía no es una ciencia moral». El libre mercado es ajeno a una supuesta «justicia social» o al ideal distópico que supone el igualitarismo. La justicia —según Ulpiano— es «dar a cada uno lo suyo», y «lo suyo» es todo aquello obtenido legítimamente con el trabajo. Por tanto, es legítimo y justo que algunas personas se enriquezcan ofreciendo aquello que los demás estiman en mayor medida. El capitalismo remunera proporcionalmente a quienes hacen más felices a los demás o satisfacen mejor los deseos del prójimo. Si la escritora J. K. Rowling —creadora de la saga Harry Potter— tiene una fortuna de cientos de millones de libras es justo, es «lo suyo», porque su talento ha hecho felices a cientos de millones de lectores. Es arbitrario afirmar que la literatura fantástica es peor que la novela histórica o la poesía; y viceversa. Análogamente, es arbitrario afirmar que la «telebasura» es peor que los documentales o que el fútbol es peor que el cine. Afortunadamente, nadie está obligado a ver programas que no le gustan. Sólo es preciso cambiar de canal.


lunes, 1 de septiembre de 2014

Sobre el fraude fiscal

Es frecuente escuchar que España es uno de los países europeos campeones del fraude fiscal. Según Expansión, el fraude alcanza el 25,6% del Producto Interior Bruto: 253.000 millones de euros. Desconozco el método por el que los técnicos de Hacienda y otros sesudos economistas han llegado a esta cifra. Yo tengo la buena costumbre de desconfiar, por sistema, de los datos gubernamentales pues se suelen cocinar de forma sesgada según los intereses políticos. Algunos gobernantes e intelectuales de izquierda afirman que la culpa de nuestros males radica en la escasa moralidad de nuestro pueblo; si fuéramos como los nórdicos -dicen aquellos- todo iría mucho mejor. Si de verdad creyesen esto, nuestros gobernantes deberían proponer ser sustituidos por otros nórdicos porque siempre es más fácil cambiar a una reducida élite que a 47 millones de habitantes. 


Detrás de tanta culpabilidad vertida en los medios de comunicación sobre el "defectuoso" pueblo español se intuye una estrategia maquiavélica que Noam Chomsky denominara "reforzar la auto-culpabilidad": hacer creer a la gente que es ella misma (y no las autoridades) la principal culpable de que no podamos salir de la crisis. Esta forma de manipulación informativa exonera a los políticos de toda culpa. El gobierno -diría Rajoy, Sáenz de Santamaría o Montoro- hace todo lo posible por mejorar las cosas pero los españoles son unos pícaros inmorales que no se dejan expropiar dócilmente. Según esta tesis el españolito medio está mucho mejor dotado que sus vecinos europeos para engañar al fisco. Todo indica que, en el fondo, mucha gente no está conforme en pagar (tantos) impuestos y está dispuesta a asumir los riesgos que supone engañar al recaudador. 


El mito de Atlas
Según un informe del Think Tank Civismo, en España aproximadamente el 50% de la riqueza obtenida por los trabajadores es confiscada mediante impuestos y tasas diversos. En círculos empresariales se habla ya de las "50 Sombras de Brey" para referirse al medio centenar de medidas con las que, directa e indirectamente, el ejecutivo de Mariano Rajoy ha revisado al alza la factura tributaria que pagan las sociedades españolas. Por tanto, praxeológicamente hablando, cada expropiado -más conocido como contribuyente- es un esclavo a tiempo parcial del estado. Aquellos que tachan hoy de insolidario al que evade impuestos en nada difiere de los esclavos que condenaban al prófugo porque, tras su fuga, la carga marginal de trabajo del resto iría en aumento. No puede ser una simple coincidencia que confiscación y evasión fiscales hayan aumentado de forma paralela. Frente a la agresión fiscal no podemos condenar la legítima defensa de la propiedad privada.

Una segunda tesis, sostenida por los estatistas, niega que los españoles sean hábiles defraudadores; lo que ocurre -dicen- es que los funcionarios de la Agencia Tributaria son más torpes que sus homónimos europeos y que el sistema coactivo podría ser mejorado. Estos adoradores del estado abogan por incrementar el número de inspectores de hacienda, policías y jueces; también se podría endurecer el código penal y construir más cárceles. Lo que hace falta -afirman tajantemente- es más mano dura con los evasores. Sin embargo, incrementar la coacción no sale gratis. Más mano dura implica avanzar hacia un estado policial y a mayor tamaño del estado mayor coste económico: lo comido por lo servido. Lo bueno -dirían los keynesianos- es que habría más empleo público (pero menos privado). Cuando la gente aborrece del gobierno la única solución del régimen es redoblar la violencia institucional: se implantan nuevos controles sobre el comercio y las finanzas, se aumentan las sanciones y penas de faltas y delitos fiscales, etc.

Existe otra forma más económica e inteligente de conseguir que la gente no se sienta (subjetivamente) esclava del estado y que pague al fisco de buena gana: el adoctrinamiento. Sólo es preciso diseñar campañas publicitarias: "hacienda somos todos", "lo público es de todos", "el sistema que nos hemos dado entre todos", "con IVA o sin IVA", etc. O también controlando los contenidos educativos para que los niños aprendan pronto que papá estado nos expropia, no por su gusto, sino por el bien común que, al fin y a la postre, es nuestro propio bien. La educación es objetivo preferente de los políticos pues desean influir en las masas desde su más tierna infancia. 

Frente al irresoluble problema de que una parte de la población se considere contribuyente (voluntaria) y otra como expropiada (forzosa), existe una tercera vía llamada "contracting out" o "contratar fuera" del estado. El primer grupo sigue pagando gustosamente impuestos y disfrutando de los servicios públicos. El segundo grupo -los insumisos fiscales- renuncia a los servicios públicos y el estado renuncia a la coacción fiscal. Esto podría aliviar la insatisfacción actual de las tres partes en liza: los dos grupos y el gobierno. La solución es aplicable a aquellos servicios públicos donde exista una nítida identificación entre consumo y pago tales como educación, sanidad o recogida de residuos. Otros servicios públicos podrían financiarse mediante impuestos indirectos o tasas; por ejemplo, el uso de las carreteras puede sufragarse con impuestos sobre los combustibles o mediante peajes.  

Que el ciudadano pueda liberarse (aunque sea parcialmente) de la coacción fiscal presenta ventajas apreciables: a) se reduce la agresión institucional lo cual redunda en una mayor legitimación del poder político. b) se reduce la pugna política entre los ciudadanos que no es otra que la lucha por influir políticamente y decidir cómo se organiza la sociedad y cómo se gasta el dinero público. c) se disciplina el gasto público, se obliga al gobernante a recaudar cantidades precisas para fines igualmente precisos. Ya no valdrían ficciones fiscales como incrementar un céntimo el impuesto sobre la gasolina para pagar la sanidad. d) por último, se introduce competencia en el sistema social. Los servicios públicos están obligados a competir con los privados y a mejorar si no quieren ver cómo el segundo grupo crece a expensas del primero.

lunes, 18 de agosto de 2014

Sobre el veto ruso a los productos agroalimentarios: un análisis económico


El pasado 7 de agosto el presidente Putin aprobó una serie de medidas prohibiendo la importación de ciertos productos agroalimentarios procedentes de la Unión Europea, EEUU, Australia, Canadá y Noruega; países que habían emprendido sanciones económicas contra Rusia a raíz del conflicto territorial sobre Crimea y otras regiones del este de Ucrania. Los países de la UE más afectados por este veto son, en este orden: Polonia, Lituania, Países Bajos, Alemania, España, Dinamarca, etc. En el caso español, las exportaciones a Rusia se cifran (2013) en 440,8 millones de euros.

Tras esta escueta introducción, analizaré las consecuencias económicas derivadas de esta crisis. En primer lugar, al interrumpirse el comercio internacional se producen efectos distintos -aunque todos nocivos- para los consumidores de todos los países afectados por la prohibición, incluido Rusia. Empecemos por los países exportadores. Con objeto de minimizar las pérdidas, la cuestión más importante y urgente es decidir cómo, dónde y cuándo colocar el excedente de producto. La solución más fácil para los productores sería "vendérselo" a Bruselas, al fin y al cabo -dirán aquellos- "han sido los políticos los causantes del problema". En realidad, no se trata de una venta stricto sensu. El excedente agrario (y pecuario, en su caso) ya recolectado será destruido y el pendiente de recolectar se dejará mermar en la propia plantación. El tratamiento de vegetales y animales es distinto aunque no voy a hacer un análisis separado del problema.

El "rescate europeo" podría beneficiar también a otras industrias auxiliares como, por ejemplo, el transporte por carretera. Todo dependerá de la habilidad lobista que cada sector afectado sea capaz de desplegar ante los burócratas de la UE. Como no podía ser de otra manera, la factura será sufragada por los anónimos contribuyentes europeos para no perder la "buena" costumbre de socializar las pérdidas.

Al margen de la intervención gubernamental, los empresarios tendrán que buscar soluciones de mercado. Si el levantamiento de la prohibición fuera previsible a corto plazo se podría vender el excedente a un intermediario situado en un país no afectado por el veto -como Suiza o Marruecos- y exportarlo desee allí a Rusia, sin tener por ello que alterar el transporte terrestre de la mercancía. Es patente que esta solución encarece el producto pero evitaría la siempre costosa reestructuración del mercado para adaptarlo a la nueva situación intervenida.

Mientras los burócratas deciden en Bruselas los productos perecederos merman rápidamente y los empresarios deben actuar. Pueden optar por la extensión de mercado, es decir, vender donde antes no se vendía. De entrada, sería preciso conservar los alimentos el tiempo necesario para recolocarlos, aún bajo pérdidas, en otros mercados alternativos y salvar lo que se pueda de la quema. Por una parte, hay que buscar proveedores de almacenamiento en frío que dispongan de capacidad, y por otra, encontrar urgentemente nuevos clientes. Los especuladores -cuya esencial función niveladora del mercado nunca ha sido entendida- son los más capacitados para resolver ambos problemas. Sus comisiones serán altas pero aún así rentables pues mitigan las pérdidas de los productores y evitan la caída generalizada de los precios en el resto de mercados.


Otra solución es la penetración de mercado, es decir, vender más cantidad de producto en los mercados ya existentes (excepto Rusia). Esta mayor oferta iría acompañada de un descenso de los precios de los productos afectados. Al contrario de la solución de "rescate público", donde los consumidores son expropiados (impuestos) para pagar una mercancía destruida (y no consumida), esta alternativa beneficia a los consumidores europeos pues pagarán menos dinero por los mismos productos o podrán consumir más cantidad de producto con el mismo presupuesto. A los consumidores rusos les sucederá lo contrario: menos oferta incrementará los precios y reducirá su nivel de vida.

¿Qué sucederá con los productores europeos afectados? Algunos verán reducido su beneficio, otros soportarán pérdidas y los productores marginales irán a la quiebra. Para políticos y macroeconomistas en la nómina del estado esas desgracias son meras estadísticas, bajas colaterales de la política internacional que siempre pueden ser repuestas mediante las keynesianas "políticas públicas"; es decir, los males del intervencionismo se arreglarán con nuevas intervenciones de política económica.

Pero al mal tiempo buena cara. Mariano Rajoy no ha tenido empacho en declarar que el veto ruso será "un estímulo y un acicate" para los productores españoles; mutatis mutandis, deberíamos estar agradecidos al ministro Montoro por expoliarnos cada día más y darnos la oportunidad de asumir el "ilusionante" reto de administrarnos mejor.

Si esta guerra comercial se prolonga en el tiempo, el mercado deberá ajustarse a la nueva coyuntura intervenida. La economía de los países afectados será un poco más autárquica que antes y como argumentaba Mises (Acción Humana, 2011: 878) : "la producción se desplazará de las zonas donde la productividad por unidad de inversión es mayor (UE) a otros lugares (Rusia) donde la rentabilidad es menor". La quiebra de algunas empresas en Europa se compensará con la aparición de otras nuevas en Rusia pero la producción total será menor que antes de la prohibición. El resultado final será un descenso del nivel de vida de los consumidores europeos y rusos.

miércoles, 6 de agosto de 2014

Bajar los impuestos (2ª parte)


El pasado mes de julio publiqué un artículo apoyando la iniciativa de la Alianza de Vecinos de Canarias. Esta agrupación, integrada por 550 asociaciones de vecinos de todas las islas, viene reclamando en todos los ámbitos institucionales una reducción de 50% en el IRPF para las rentas del trabajo inferiores a 3.000 €/mes. A petición de su presidente, Abel Román Hamid Alba, publico esta segunda parte donde intentaré justificar por qué es preciso bajar los impuestos.

El primero y más sólido de los argumentos es de orden ético: todo impuesto es una expropiación forzosa de la riqueza legítimamente poseída por la persona; es decir, el impuesto es un acto de violencia institucional contra el individuo y es un deber respetar de forma irrestricta la propiedad ajena. Todo impuesto es confiscatorio y es una desgracia, una grave omisión jurídica, que la Constitución de 1978 no haya puesto límites a la acción depredadora de los políticos.

En segundo lugar, los impuestos empobrecen a los ciudadanos mermando su renta disponible sin que por ello obtengan servicios públicos equivalentes. Es posible medir el monto total de lo expropiado pero no hay forma humana de cuantificar económicamente los servicios públicos que nos entrega el Estado. No existe cálculo económico alguno que nos permita saber el retorno de las intervenciones públicas. La experiencia y la lógica nos confirma que el dinero público "como no es de nadie" -decía Carmen Calvo- se gasta ineficientemente según criterios políticos y no en pos de un siempre difuso y maleable "interés general". En particular, es alarmante la capacidad creativa de las autoridades para idear nuevos e imaginativos impuestos. No sólo pagamos nuevos impuestos sino mayores incrementos de los ya existentes. Esta presión fiscal no ha hecho sino agravar aún más la ya maltrecha situación económica de las familias. Llueve sobre mojado.

John C. Calhoun (1782-1850)
En tercer lugar, a medida que el impuesto aumenta, en la economía se producen menos bienes y servicios. El mérito y la productividad de empresas e individuos resultan penalizados pues nadie sensato estará dispuesto a aumentar su rendimiento a sabiendas que otros "administrarán" el fruto obtenido. Al contrario, la política de subsidios fomenta la aparición de "buscadores de rentas": organizaciones, lobbies e individuos especializados en hacer que las autoridades les otorguen el dinero (o los servicios) expropiado previamente a las masas no organizadas. Como decía John C. Calhoun, se produce en la sociedad la aparición de dos nuevas clases sociales: los proveedores y los consumidores netos de impuestos. El resultado es que habrá menos personas esforzándose en trabajar y más personas eludiendo el esfuerzo en espera de obtener ayudas gubernamentales. El impuesto destruye el mérito y fomenta la injusticia y el parasitismo social.

Por último, la presión fiscal es directamente proporcional a la economía sumergida. Muchas personas con bajos ingresos se ven abocadas a la ilegalidad como única forma de subsistencia. Otras, con más dinero, información y conciencia del expolio a que están siendo sometidas, emplearán todos los medios -legales o ilegales- a su alcance para defenderse del saqueo gubernamental. Llegados a este punto, soslayar la legislación -sucedáneo moderno de la Ley- se convierte en un acto cotidiano. Las empresas imputan el riesgo de ser sancionadas como un coste empresarial más al que se debe hacer frente. Desaparece cualquier atisbo de culpa. Aquellos que eluden el impuesto llegan a disfrutar de la íntima satisfacción de estar engañando al fisco. Se inicia un proceso de descomposición social.

Ninguna sociedad puede sostenerse durante mucho tiempo vulnerando el más elemental principio del derecho: el respeto de la propiedad privada. Ninguna mayoría democrática puede legitimar al gobernante para expropiar sin límites al individuo porque nadie queda facultado para decidir sobre lo que no le pertenece. En conclusión, bajar los impuestos no sólo es un imperativo moral, es una condición sine qua non para el mantenimiento de la justicia y el orden social.

lunes, 28 de julio de 2014

Turismo y empleo en Canarias

Siempre que intentamos interpretar la realidad, uno de los errores más habituales es ver relaciones de causalidad donde no las hay. Esto se produce frecuentemente en economía cuando comparamos dos fenómenos que acaecen de forma contemporánea. Por ejemplo, si tras una reforma laboral que abarata el despido observamos que el paro aumenta es frecuente tachar la medida de ineficaz; sin embargo, también sería posible entender que en ausencia de aquella reforma, tal vez, el desempleo sería aún mayor. Como decía Frédéric Bastiat, sólo el buen economista es capaz de ver "lo que no se ve".

Se produce otro error similar cuando esperamos que exista cierta relación causa-efecto y éste último no aparece. Por ejemplo, ante una ocupación hotelera considerada buena o incluso muy buena, las cifras de paro se mantienen prácticamente inalteradas. Tal es el caso de Canarias. No puede ser -dicen algunos- que una mayor ocupación en el sector no lleve aparejado un aumento del empleo. De estos y otros males que nos aquejan suele culparse a los hoteleros, a su egoísmo o al "excesivo beneficio" que obtienen haciendo más negocio con la misma plantilla. 

Intentaré aclarar esta aparente paradoja. En primer lugar, en el negocio hotelero, la ocupación (demanda) puede variar sustancialmente en poco tiempo y la rigidez de las leyes laborales no ayuda a que la plantilla (oferta) se ajuste rápidamente a los cambios del mercado. Si el despido fuera libre, es decir, libremente pactado entre las partes, los empresarios podrían despedir rápidamente cuando la ocupación hotelera fuera baja y, con la misma facilidad, contratar rápidamente cuando aquella fuera alta. Es cierto que mediante el intervencionismo laboral las plantillas son más estables pero esto, lejos de ser una ventaja, es un grave inconveniente para la buena marcha del negocio y los empleados no siempre salen ganando con la pretendida protección gubernamental. Estos pasan de tener periodos con poca faena (baja ocupación) a otros donde trabajan hasta el agotamiento (alta ocupación). En el primer caso los empleados cobran más de lo que producen mientras que en el segundo cobran menos; esta es la fórmula que le queda al hotelero para compensar pérdidas y beneficios empresariales sin tener que despedir ni contratar. Ante el corsé que supone la legislación laboral el empresario encuentra formas de soslayarla y así mantener la rentabilidad. Otra solución empleada habitualmente es mantener la plantilla al mínimo y hacer frente a los picos de demanda con trabajadores temporales (ETT), lo cual supone, dicho sea de paso, un coste añadido para la empresa.

Podemos ahora llevar el razonamiento anterior a un periodo de tiempo más dilatado, como es el ciclo económico. Durante la fase de recesión muchos hoteleros sentían la necesidad de ajustar sus plantillas pero el coste del despido no les permitía hacerlo sin agravar aún más su maltrecha situación. Las indemnizaciones por despido llevarían ineludiblemente a la empresa a la quiebra. Un último recurso era mantener la plantilla y pedir créditos bancarios hasta que la situación mejorara. Las empresas supervivientes de la crisis podrían recuperarse en el futuro si conseguían en sus establecimientos tasas de ocupación más altas sin tener que aumentar los costes de personal. Ahora mismo, muchos hoteles están en esta etapa haciendo caja para amortizar los créditos y compensar las pérdidas de ejercicios anteriores. Esto explica la aparente contradicción de tener una alta ocupación sin que aumente el empleo. Buscar la causa en un súbito ataque de avaricia del empresario nos llevaría a preguntarnos por qué motivos la avaricia aumenta o disminuye, cuestión ésta que sesudos psicólogos podrían analizar.

La amenaza, escuchada en algunos medios de comunicación, de regular aún más el sector y obligar a los hoteleros a contratar más personal solo puede agravar aún más la situación. La indigencia intelectual de algunos políticos y sindicalistas no les permite comprender la siempre escurridiza y contraintuitiva naturaleza de los fenómenos económicos. Los gobernantes pretenden arreglar los desaguisados de su intervencionismo con más intervencionismo. Cual topos, ciegos por la ideología, quieren sustituir la libertad del mercado por la planificación económica.

lunes, 7 de julio de 2014

Bajar los impuestos

La Alianza de Vecinos de Canarias, integrada por 550 asociaciones de vecinos de todas las islas, ha lanzado a los Gobiernos Central y Canario una reclamación tan justa como necesaria: ¡que bajen los impuestos! en concreto -siguiendo el modelo de Ceuta y Melilla- los vecinos piden una reducción de 50% en el IRPF para las rentas del trabajo inferiores a 3.000 €/mes.

Entre 1996 y 2007, durante la fase de auge del presente ciclo económico (burbuja inmobiliaria y de obra civil) los políticos españoles de todos los colores y signos vieron cómo sus ingresos fiscales se multiplicaban de forma inusual. "No es posible disponer de tanto dinero", decían algunos. Unos gestores públicos responsables hubieran mantenido el tamaño del Estado devolviendo a los contribuyentes el exceso de recaudación. Sin embargo, nuestros sedicentes servidores públicos se dedicaron a otra actividad más placentera: gastar a mansalva. Hicieron justo lo contrario y crearon su propia burbuja de las Administraciones Públicas. Crearon ex novo  decenas de miles de cargos políticos y millones de empleados públicos. Se entregaron a la práctica obscena del mercantilismo democrático y a la creación de redes mafiosas y clientelares. Esta burbuja sigue intacta y, cual cáncer, consume gran parte del presupuesto. Esto explica que, a pesar de que los impuestos sean escandalosamente altos, no se observen mejoras equivalentes en las prestaciones públicas. 

Uno de los fallos más graves de la Constitución de 1978 fue no precisar, en términos monetarios, el concepto de "impuesto confiscatorio". Y no poner límites al poder político ha sido nefasto para el bienestar de los españoles: la expropiación fiscal no ha dejado de aumentar desde aquel aciago año en que nació el Estado de las Autonomías. 

Por fin, algunos canarios empiezan a darse cuenta de que el dinero donde mejor está es en el bolsillo de quien lo ganó con su trabajo. Nunca es tarde para entender que tras las bonitas promesas del Estado de bienestar se esconde una cruda realidad, a saber, que gran parte del bienestar prometido es consumido por quienes lo administran: políticos, funcionarios y empleados públicos. Y cuanto más dinero consumen los administradores en sí mismos menos queda para pagar la sanidad o la educación. La prosperidad del ciudadano y la del político suele ser inversamente proporcional.

Si se lograra el objetivo de reducir 50% el IRPF en Canarias los políticos se enfrentarían a un necesario dilema: cerrar hospitales y escuelas o cerrar empresas públicas y direcciones generales; despedir médicos y maestros o despedir parientes, amigos y enchufados. Sólo mediante la presión popular (y las urnas) los creadores de la burbuja estatal se verán forzados a pincharla. Los políticos deben entender, como todo hijo de vecino, que es el gasto el que debe ajustarse a los ingresos y no al revés. Pagando menos impuestos no se resiente el Estado de bienestar sino el bienestar del Estado. Cada euro de más en el bolsillo del consumidor genera empleo productivo, ahorro y mayor riqueza para el conjunto de la sociedad. Mi enhorabuena a la Alianza de Vecinos de Canarias por esta justa y brillante iniciativa.

domingo, 29 de junio de 2014

Tu boca NO está de oferta


Algunos colegios profesionales de dentistas han lanzado sendas campañas para defender los derechos de los pacientes. Su finalidad es alertar a los consumidores de que tras una publicidad "engañosa" y precios "excesivamente" bajos puede esconderse el uso de materiales de "mala" calidad y prácticas "erróneas" que ponen en riesgo la salud de los pacientes. Estos teman me tocan muy de cerca por dos motivos: uno es que desde 2010 vengo impartiendo un curso de Marketing de Servicios para Clínicas Dentales; y otro es que a mis 54 años, cual adolescente, llevo un tratamiento de ortodoncia con brackets. Por tanto, desde mi doble experiencia como docente y paciente, me gustaría hacer algunas precisiones ante este tipo de campañas. Mi análisis se hará desde distintas ópticas. Comenzaremos por los "derechos del paciente". Es un error considerar que existen derechos in abstracto o derechos en general. Los derechos y su corolario -las obligaciones- son referidos siempre a individuos que realizan contratos específicos; es decir, el derecho de un paciente, en tanto que consumidor, es de orden contractual. El dentista ofrece un tratamiento concreto, durante un período determinado, empleando unos materiales específicos, que proporcionará un resultado final deseado. A cambio, el paciente paga el precio estipulado en el contrato. Cada acto médico supone distintos derechos y obligaciones para las partes.

Respecto de la calidad, también es preciso una clarificación. En primer lugar, al igual que la utilidad o el valor, la calidad es un concepto subjetivo y difícilmente articulable. No existe una frontera entre la buena y la mala calidad pero sí existe un continuo de diferentes calidades desde la más alta hasta la más baja.
La calidad engloba muchos atributos distintos: prestigio profesional, reputación de la marca comercial, procesos (atención al paciente, tiempos de espera en la consulta) y evidencia física (instalaciones, materiales empleados) constituyen la mezcla de marketing de servicios. En general, los pacientes no poseen información precisa para valorar la calidad de una oferta pero no por ello compran a ciegas. La fama del dentista, el buzz marketing (rumor, prescriptores informales o "boca a boca"), la proximidad entre el domicilio y la clínica dental, la financiación o el precio, son elementos de valoración a la hora de comprar. Es cierto que el cliente no tiene la más remota idea sobre la calidad de los aparatos y materiales empleados (brackets, resina, férulas, herramientas), pero aún en el supuesto de que tenga toda la información técnica precisa, su interpretación y valoración requiere un enorme esfuerzo cognitivo que los consumidores no están dispuestos a realizar.

Hablemos ahora de precio y oferta. Los precios (como la calidad) no son ni excesivamente bajos, ni excesivamente altos, y todo intento de fijar límites en este sentido es arbitrario. Sin embargo, existe una correlación directa entre precio y calidad. El eslogan: tu boca NO está de oferta, de forma metafórica previene a los consumidores de que una oferta comercial temeraria, es decir, cuyo precio fuera sensiblemente inferior a los del mercado, es señal de precaución: las calidades entregadas también podrían ser sensiblemente bajas. Desde este punto de vista, las campañas de los colegios profesionales tienen sentido. Pero tampoco debemos olvidar que los productos y servicios de menor calidad ejercen una función importante en la economía: permiten que un mayor número de consumidores acceda a ciertos bienes hasta ahora vedados por su elevado precio. No está de más recordar que en España, según Juan Ramón Rallo, el 97% de los servicios odontológicos es sufragado con fondos privados. Por extraño que nos resulte, en el libre mercado todas las calidades son bienvenidas. Por ejemplo, un acto profesional realizado por un dentista menos habilidoso o con poca experiencia, en instalaciones modestas, con equipos comprados de segunda mano y materiales de menor calidad, deberá ofertarse necesariamente a precios bajos. Esto no incomoda a quienes ya tienen suficiente dinero para pagar calidades y precios superiores; en cambio, beneficia a las personas con menor capacidad adquisitiva que antes no podían acceder al servicio. Como resultado de los precios bajos, el mercado de servicios odontológicos se expande por la franja inferior. Análogamente, la aparición de técnicas como Invisalign (fundas invisibles) hace lo propio por la franja superior. El aumento de la oferta en ambos sentidos, con precios más bajos y más caros, incrementa del número total de clientes. Por tanto, se requerirá un mayor número de dentistas (y personal auxiliar) para atender a un mayor número de pacientes y esto producirá, a su vez, una mayor especialización de profesionales y clínicas dentales. Lo que parecía inicialmente un inconveniente se revela como una ventaja.
En cuanto a la publicidad "engañosa", no es fácil establecer un criterio de demarcación entre la verdad y la mentira de la información publicitaria ¿Quién sería el árbitro en tan dificultosa tarea? Ni siquiera para los jueces es asunto sencillo. Todo intento institucional de controlar el mercado aludiendo a una supuesta "verdad oficial" es una arrogancia fatal que acarreará muchos inconvenientes y pocas ventajas. Pero ante la ausencia de control institucional ¿cómo se autoprotege el consumidor de un fraude comercial? Según Morris y Linda Tannehill: los negocios cuyos productos son potencialmente peligrosos para los consumidores dependen de la buena reputación. El irrestricto comportamiento deontológico de un dentista es algo más que una opción moral, es una cuestión de supervivencia. En ausencia de privilegios gubernamentales los consumidores castigarán a los profesionales (y empresas) que actúen fraudulentamente. ¿Es engañoso hacer una oferta, durante un tiempo limitado, de un servicio odontológico? sí, "siempre que sea la competencia quien lo haga". Bromas aparte, cuando los consumidores reciben descuentos, ofertas de 3x2 (bono económico), regalos (bono social) o son invitados a probar un nuevo producto o servicio ¿están acaso siendo engañados? Si un niño lleva brackets y el dentista ofrece un descuento de 10% en la ortodoncia de su hermano menor ¿significa esto que el primogénito estará mejor atendido? El descuento aplicado es debido por el mayor volumen de compra del cliente (padres) pero nadie diría que la boca del segundo hermano "está de oferta". Como vemos, eslóganes populistas como "la salud (o la educación) no está en venta" no resisten el más mínimo análisis económico.

Por último, intentaré justificar que las clínicas dentales, como cualquier negocio, pueden y deben utilizar todas las estrategias y recursos de marketing a su alcance con sólo dos condiciones: a) comunicarse verazmente con sus clientes para que tomen decisiones informadas; y b) cumplir los contratos. A diferencia de otros facultativos que son funcionarios o empleados en la empresa privada, el dentista es un empresario y actúa como tal buscando el legítimo beneficio de su actividad. En ocasiones, los médicos se enfrentan a dilemas éticos ¿se debe aceptar la preferencia estética de un paciente a costa de un mayor riesgo para su salud? La intervención sanitaria por motivos estéticos es un ejemplo de que la salud no es siempre un valor hegemónico: algunos pacientes asumen riesgos calculados sobre su salud a cambio de una mejor apariencia física o estado psicológico. Todo dentista es libre de negarse a incrustar un diamante en el diente sano de un paciente aludiendo que tal cosa perjudicaría su salud bucodental pero no puede impedir que otro colega acepte ese intercambio. Tampoco existe una frontera nítida en cuestiones éticas. Veamos otro ejemplo: ¿deberíamos vender un tratamiento Invisalign a sabiendas de que el cliente deberá rescatar antes su plan de pensiones? Si el paciente está debidamente informado, el negocio es éticamente impecable ya que aquél expresa una mayor preferencia temporal: valora más su bienestar presente que su bienestar futuro. Es un axioma que todo intercambio libre y consentido, sin que exista fraude o coacción, beneficia a ambas partes; si no fuera así, el intercambio nunca se produciría.

Para terminar, quiero expresar mi profunda admiración por la figura del dentista. Su labor es muy meritoria. No sólo ha invertido muchos años de estudio y esfuerzo para adquirir su capacitación técnica, además debe manejar su empresa como todo hijo de vecino: debe contratar empleados, formarlos, motivarlos y llegar a formar un equipo de trabajo cohesionado; debe asumir riesgos y realizar costosas inversiones en equipamiento de alta tecnología; debe contratar asesoramiento fiscal, laboral y contable; y debe competir en el libre mercado utilizando todas las estrategias de marketing a su alcance. El dentista, como empresario, no puede quedar al margen de su función mercantil; pero el legítimo ánimo de lucro debe conciliarse con los igualmente legítimos intereses de sus clientes.