jueves, 28 de enero de 2016

Precio y valor

La mayoría de la gente emplea los términos precio y valor de forma indistinta. Es frecuente decir que el precio mide del valor de las cosas. Esto no es técnicamente correcto. Desde el punto de vista económico, valor es la utilidad que cada persona otorga subjetivamente a un determinado bien. El valor es una categoría abstracta y ordinal que no se puede medir en unidades. Tan solo podemos valorar —o preferir— una cosa más que otra. Pero si el valor no se puede medir ¿qué es el precio? Intentaré explicar que el precio no es una magnitud del valor sino una información relativa a un intercambio.

En un trueque identificamos dos precios. Si se intercambia una vaca por cuatro cabras, el precio de la vaca es 4 cabras y el precio de éstas es la vaca. Vaquero y cabrero son simultáneamente compradores y vendedores. El primero vende una vaca y compra 4 cabras, el segundo vende 4 cabras y compra una vaca.

Con la aparición del dinero esta dualidad se camufla. Si el vaquero vende una vaca frisona por 1.500€ parece que uno de los dos precios se ha evaporado. No es cierto. El que compra la vaca está vendiendo su dinero (1.500€) al precio de la vaca frisona. Esto puede verse más fácilmente en el intercambio de divisas: por ejemplo, el precio de comprar 1 libra esterlina es 1,4€ y el precio de comprar 1€ es 0,7 libras esterlinas. El precio de una cerveza es 1€ y el precio de 1€ es una cerveza o todo aquello susceptible de intercambiarse por ese dinero.


La frase «El precio es lo que se paga. El valor es lo que se obtiene», atribuida a Warren Buffett no es correcta. 1) El precio no se paga. El precio es una información (i.e. etiqueta). Lo que se paga son específicas cantidades de bienes económicos: dinero, productos, servicios, derechos, etc. Por ejemplo, el viajero paga al taxista con dinero y el taxista paga al viajero con transporte. 2) El valor no se obtiene porque se trata de un concepto. Lo que se obtiene también son específicas cantidades de bienes. Como es lógico, quienes participan en el intercambio valoran en sentido contrario lo que posee cada uno. Lo que pagamos vale (subjetivamente) menos que lo que obtenemos.

Si compramos una papaya de 3 kg. por 6€ es relativamente fácil pensar que la pieza de fruta «pesa» 3kg. y «vale» 6€. Este deslizamiento mental conduce al error de considerar el valor como una magnitud y el precio su unidad de medida. Para el cliente, la papaya vale más que los 6€ que entrega y, recíprocamente, para el frutero la papaya vale menos que los 6€ que recibe. Ninguno de los dos entrega «precio por valor», sino dos bienes económicos que son valorados de forma inversa. 

El precio es una cifra monetaria, una información comercial que el vendedor expone al público. En definitiva, mi definición de precio es: «Una información monetaria relativa a un intercambio». Ex ante, el comerciante declara: «Valoro menos mi producto (o servicio) que una cierta cantidad de dinero (precio)». Ex post, las preferencias valorativas (explícitas o implícitas) de los participantes quedan empíricamente reconocidas. 

Que existan muchos intercambios de un cierto bien a un mismo precio no convierte a éste en medida objetiva del valor, porque el valor no reside en el bien intercambiado sino en la mente de las personas que intercambian. El valor siempre es extrínseco (no intrínseco). También es incorrecto decir «valor» de tasación, en lugar de «precio» de tasación. La tasación es una estimación del precio de mercado de una vivienda, joya, obra de arte, etc. El tasador, basándose en datos estadísticos (operaciones ya efectuadas) y otros criterios (oferta y demanda) estima el precio de mercado actual.

viernes, 15 de enero de 2016

Soberanía energética

Escucho con frecuencia en boca de políticos, periodistas e incluso de expertos la expresión "soberanía energética". Nacionalistas, ecologistas y populistas persiguen el objetivo de que Canarias sea un territorio que se autoabastezca con las energías renovables del sol, el viento o las mareas. Esta idea tiene un gran atractivo y cala fácilmente en la opinión pública. Yo creo que se trata de un grave error.
Empezaremos diciendo que no existe tal cosa como "soberanía energética". Soberanía es un concepto político que fue acuñado por el francés Jean Bodin, en 1576, en su ensayo: "Los Seis Libros de la República". Soberanía -afirma Bodin- "es el poder absoluto y perpetuo de una república". La soberanía, por tanto, se refiere a la ausencia de interferencia exterior sobre un gobierno en la toma de decisiones sobre las personas que habitan un territorio delimitado por fronteras. Podemos afirmar que el Estado español (o cualquier otro) es soberano para determinar su política energética. Ningún Estado tiene el derecho de imponer a otro sus leyes en materia energética, alimentaria o en cualquier otra materia.
Cuando se dice "soberanía energética" o "soberanía alimentaria" lo que realmente se significa es que determinado territorio sea autosuficiente para abastecerse de un determinado bien económico y no precisa de su importación. Esta autosuficiencia se denomina autarquía. Por ejemplo, Canarias no precisa importar plátano canario, tomate canario, papas bonitas ni agua de mar. También es un error pensar que por tener sol, viento, volcanes y mareas se puede ser autosuficiente en materia energética. ¿Acaso no hay que importar los aerogeneradores, las placas fotovoltaicas y toda la tecnología necesaria para producir esas energías renovables? ¿Acaso tenemos el hierro y las minas de cobre para fabricar las redes de distribución eléctrica? ¿Acaso no hay que importar el conocimiento técnico? 
De la "soberanía alimentaria" solo decir que se trata de un solemne disparate. Tendríamos que volver a cultivar cereales y criar cochinos como antaño, todo para malvivir, pasar hambre y emigrar finalmente a un sitio donde no haya enemigos del comercio. Pregunten a sus abuelos cómo era la vida "bucólica y autosuficiente" de los años 40 en Canarias y verán que pronto despiertan del sueño ecologista. Si alguien piensa que la autarquía es deseable puede probar e irse a vivir una temporada con una tribu del Amazonas; allí se vive en perfecta autosuficiencia de todo, sin polución, sin capitalismo y sin tener que soportar el malvado comercio. La autarquía es la ruina, es el freno al progreso económico, al bienestar, a la calidad de vida y a la civilización. Ya lo decía David Ricardo cuando formuló su Ley de Asociación: es más rentable que cada cuál se dedique a producir aquello en lo que sobresale para luego intercambiar esos productos y servicios en el mercado. Cuanto más se especialice el trabajo, mucho mejor para todos. Por ese motivo, porque era más ventajoso para la vida, los campesinos canarios cambiaron la guataca por la bandeja y el sacacorchos, dejaron la yunta de bueyes y se emplearon en un hotel y así hasta alcanzar el nivel vida que disfrutan hoy. Solamente los necios, los enemigos de la realidad y los cegados por el nacionalismo pueden preferir la tribu a la civilización.

jueves, 7 de enero de 2016

Contra el impuesto progresivo

Hoy voy a escribir en contra del impuesto progresivo e intentaré señalar por qué es perjudicial para la sociedad en su conjunto. Comenzaré afirmando sin ambages que todo impuesto, del tipo que sea y por pequeño que sea, constituye un robo de la propiedad privada. Toda exacción es una agresión institucional al individuo basada en un supuesto derecho de cobro por los servicios públicos que presta el gobierno. La legitimidad del impuesto se sustenta en un frágil e imaginario «contrato social» que todavía nadie ha visto ni firmado. 

El impuesto sobre la renta se remonta a 1799 (William Pitt «El Jóven», Inglaterra) y se popularizó a partir del nacimiento del Estado social, a finales del siglo XIX. En menos de 20 años, doce países (Japón 1887, Alemania 1891, Nueva Zelanda 1891, Canadá 1892, Holanda 1892, Italia 1894, Austria 1896, Suecia 1897, Dinamarca 1903, Noruega 1905, Francia en 1909 y EEUU 1914) introdujeron este impuesto, aunque el tipo marginal nunca superó el 10% (excepto Italia, que era 20%). El aumento de la confiscación se debió, principalmente, a las necesidades de los gobiernos para financiar las guerras y el sostenimiento del Estado social. 

El impuesto más simple y menos lesivo es el de capitación: todos los individuos señalados por el gobierno pagan una misma cantidad, al margen de su renta. Un segundo tipo es el impuesto proporcional que grava la renta con un tipo marginal único; es el llamado flat tax. Esto no significa que todos paguen lo mismo pues el 10% de 1.000€ no es la misma cantidad que el 10% de 10.000€. Aunque existe una fiscalidad «plana» todos los contribuyentes pagan cantidades distintas. Este sistema, admitido generalmente en la sociedad como justo, obedece al principio fiscal de «capacidad de pago», en línea con la infame regla marxista que reza: «De cada cuál según su capacidad». Nadie en el libre mercado aplica esta regla. Sólo en contadas ocasiones, los proveedores cobran una tarifa superior a quienes tienen mayor renta y si estos no están conformes se van a la competencia. Nadie sensato admitiría que a la salida del supermercado o del bar le pidieran su nivel de renta para aplicar un cobro «progresivo». Es curioso cómo en la mente humana pueden cohabitar amigablemente dos formas distintas de entender la justicia.

En el impuesto progresivo, la tasa progresa conforme lo hace el objeto imponible (renta). Por ejemplo, el que gana 1.000€ paga 10%, el que gana 2.000€ paga 20% y así sucesivamente hasta fundir los plomos a los que más ganan, tal y como sugerían Marx y Engels en el decálogo de medidas del Manifiesto Comunista, en 1848.

Hecha esta breve introducción, describiré los daños que ocasiona el impuesto progresivo a la sociedad. Primero, se trata de un impuesto antisocial pues la escala de gravamen actúa como una escalera donde cada peldaño es un obstáculo para el progreso de los más aptos y el descenso de los menos aptos. Recordemos que, en el libre mercado, el éxito económico lo obtienen aquellos que mejor han servido los intereses de los consumidores. Si la renta de un cirujano es 10 veces la renta de un enfermero es porque el primero rinde a los consumidores servicios de mayor valor que el segundo. Penalizar al más productivo, que es quien mejor sirve los intereses de la sociedad, es una medida claramente antisocial pues se opone a los deseos del público, expresados en el plebiscito diario del mercado y conducido por el sistema de precios. 

Alberto Benegas Lynch (h)
En segundo lugar, el impuesto progresivo (al contrario que el impuesto proporcional) altera las posiciones patrimoniales relativas de las personas y esto provoca una mala asignación de los factores productivos, que son siempre escasos. Si el cirujano tiene menos dinero (porque el gobierno se lo quita) la inversión en equipamiento (bienes de capital) para su consultorio será menor. Pero como los salarios dependen de la cantidad de capital disponible, el salario del enfermero también será menor de lo que hubiera sido en otro caso. En términos agregados y netos, el beneficio procedente de la redistribución que efectúa el gobierno siempre será menor que el beneficio derivado del aumento de salarios reales en una economía altamente capitalizada porque en el primer caso es preciso alimentar una burocracia improductiva (valga la redundancia). Por este motivo, como afirma el profesor Alberto Benegas Lynch (h), el impuesto progresivo, cual boomerang, actúa de forma «regresiva» perjudicando a todos los asalariados y especialmente a aquellos con menor renta.

Gérard Depardieu
En tercer lugar, el impuesto progresivo actúa como un freno a la producción, al trabajo y al esfuerzo. Aquellos trabajadores marginales, cuyas rentas se sitúan próximas al siguiente tramo en la escala de gravamen, procurarán no aumentar su esfuerzo para evitar el siguiente rejonazo fiscal. Evitarán pasar de un tipo marginal inferior a otro superior porque este hecho merma la productividad marginal del trabajo y hace, relativamente, más valioso el tiempo libre. De modo inverso, aquellos trabajadores marginales cuyas rentas se sitúan en la parte baja de un tramo superior procurarán reducir su esfuerzo para desplazarse al tramo inferior de la escala de gravamen. Otras personas con rentas altas -deportistas de élite, artistas, directivos- trasladan su residencia a países menos hostiles (fiscalmente) como hizo el actor Gérard Depardieu, en 2012, cuando François Hollande anunció un tipo marginal «solidario» de 75% para las rentas superiores al millón de euros. Por último, están los que optan por la contraeconomía. Todos ellos, ricos y pobres, actuarán de forma racional para defenderse de la depredación fiscal.

martes, 29 de diciembre de 2015

A dónde va nuestro dinero


En ocasiones se argumenta que determinados negocios turísticos, como el «todo incluido», el alquiler vacacional o los cruceros no son demasiado rentables para el destino turístico porque los clientes realizan sus pagos en origen y gran parte del dinero se queda fuera. Otras veces se dice justo lo contrario: el dinero de las compras realizadas en origen, en corporaciones extranjeras como Carrefour o Ikea, se va a Francia o Suecia y no se queda en España. Hoy intentaré explicar adónde va nuestro dinero cada vez que realizamos una compra y veremos que estos lamentos carecen de lógica económica. Para saberlo, basta con seguir el rastro a cada euro. Independientemente de dónde y cómo se realice el pago, el dinero tiene que ir al bolsillo del dueño de los factores de producción: tierra, capital y trabajo. Da igual que un turista pague en origen o en destino, su dinero sufragará absolutamente todo aquello que consuma durante sus vacaciones (transporte, hotel, alimentación, excursiones); la única diferencia es que, en el primer caso, el cliente pagará la factura total a la agencia de viajes que, a su vez, deberá realizar pagos al transportista y al hotel; éste, a su vez, deberá pagar los salarios de los trabajadores y las facturas a proveedores: artistas, alimentación, bebidas, agua, electricidad y un largo etcétera de gastos menores; además, todas las empresas participantes en la economía deberán pagar impuestos y tasas diversas como IBI, basura, vados, etc. Por tanto, el dinero siempre acudirá a retribuir al productor del producto o servicio. 

En el segundo caso, las empresas extranjeras (Carrefour, Ikea, Decathlon) radicadas en España pagarán todos los costes operativos que se producen en origen (salarios, proveedores) y también a todos sus suministradores de mercancías ubicados por todo el mundo; finalmente, en caso de tener beneficios, la corporación repartirá dividendos. Pero en una economía moderna ¿quiénes forman la propiedad de una multinacional?, la mayoría son pequeños ahorradores repartidos por todo el mundo que son accionistas o partícipes de fondos de inversión. El dinero se reparte de una forma intrincada por toda la economía global.

En tercer lugar, los ataques contra el «todo incluido» tampoco se justifican. Supongamos, a efectos dialécticos, que el consumo por visitante permanece invariable; si el turista consume dentro del hotel la cerveza que antes consumía en el bar de la zona, esta elección incrementa las ventas del primero y disminuye las del segundo pero la fábrica -o el distribuidor- en ambos casos, vende la misma cantidad de cerveza. Los hoteles necesitarán más trabajadores y los bares menos, el factor trabajo se traslada de un negocio a otro pero el empleo, en su conjunto, no se resiente. Los cambios que suscita el «todo incluido» forman parte del dinamismo del mercado, producto de los cambiantes gustos de los consumidores. Un buen empresario no se queja de los gustos de sus clientes sino que procura conocerlos y satisfacerlos. Un mal empresario (mercantilista) acude a su amigo, el político de marras, para que éste haga una ley a su medida, ley que favorece sus intereses a expensas de los intereses de competidores y consumidores. Este es el llamado capitalismo de amiguetes. 

Por último, tenemos el negocio del alquiler vacacional, formato muy apreciado por una cantidad creciente de turistas y que mejora la economía de muchas familias. Pues bien, como este sistema funciona, llegan los «defensores del interés general» para legislar, prohibir, regular, hostigar y amenazar a los propietarios con sanciones. La consecuencia es la destrucción de este mercado y la mayor pobreza de miles de afectados pues los turistas se desplazarán a otros destinos. La excusa para la intervención es que el alquiler vacacional evade impuestos y hace competencia desleal a los empresarios turísticos, que sí pagan impuestos. El alquiler vacacional ha funcionado libremente en España durante decenios pero el político saqueador (valga la redundancia) siempre necesita más dinero, lo que confisca habitualmente nunca es suficiente para satisfacer su voracidad.

martes, 8 de diciembre de 2015

La sanidad, ¿no se vende?

Ahora que estamos en campaña electoral las mentiras y falacias que habitualmente profieren los políticos se multiplican y amplifican sin que periodistas y contertulios hagan nada por desenmascarar las trampas dialécticas de estos fantoches y vendedores de crecepelo. En su mayoría socialdemócratas, estos afirman que determinadas cosas -como la sanidad o la educación- no están en venta. Hoy me propongo refutar esta afirmación. La realidad es bien distinta pues lo único que no se vende ni se compra es un bien ilimitado -como el aire- o aquello carente de valor -como un trozo de piedra. La sanidad, de todos es sabido, es un bien económico, es decir, es escaso en términos relativos pues la demanda supera a la oferta. También es evidente que los medicamentos se venden en las farmacias, que los médicos y enfermeros venden su trabajo a cambio de dinero o que los hospitales deben pagar las facturas de agua y luz. Como decía Milton Friedman "nada es gratis". Quienes afirman que la sanidad debería ser gratis, en el fondo, pretenden robar los medicamentos a las farmacias, el equipamiento hospitalario a los fabricantes y esclavizar a los trabajadores de la sanidad. La salud o la atención sanitaria, aunque lo proclamen todas las constituciones del mundo, no es un derecho del hombre sino una necesidad humana sujeta a las leyes de la economía. Precisamente, porque la salud es altamente valorada por las personas, los medicamentos y servicios de la salud son objeto de intercambio económico y reflejan precios de mercado. "La salud no tiene precio" es otra estupidez similar. Pero, ¿por qué alguien afirma que la sanidad no está en venta?
Ludwig von Mises

La primera confusión es que nadie compra o vende "sanidad", en general. Los pacientes no van "al" médico, van a "un" médico concreto (aunque ellos no lo elijan y sea impuesto por el jerarca de turno). Decía Ludwig von Mises en su monumental tratado "La Acción Humana" que es un error hablar de economía en términos de "clases" y no de forma concreta; todo intercambio económico es siempre marginal, referido a unidades de producto y servicio específicos. Un consumidor, por ejemplo, no elige entre la sanidad o la educación, tal vez deba elegir entre suscribir un seguro médico privado o enviar a su hijo a un colegio privado. De igual modo, tampoco existen servicios más "esenciales" que otros, tal y como afirma Samuelson y otros teóricos de los "bienes públicos"

En segundo lugar, afirmar que "la sanidad no se vende", creo yo, es propio de la ideología marxista. En el Manifiesto Comunista, Carlos Marx decía que el dinero no "tenía entrañas". Es propio de ensoñadores y de mentes infantiles creer que es posible organizar un paraíso en la tierra, un país de jauja donde no exista el dinero, ni la propiedad privada y donde todo sea de todos. Detrás de estas ideas, que sólo son deseos, usted hallará toda clase de parásitos, ladrones y enemigos del comercio -como dice Escohotado en su libro. Esta tropa socialista y autoritaria, todos ellos enemigos de la realidad, es altamente peligrosa para la sociedad pues la única forma que tienen de conseguir sus "nobles" objetivos es apelando a la violencia legislativa (valga la redundancia). El fin -dicen ellos- justifica los medios. Sin embargo, la única forma que una persona tiene para conseguir la mejor sanidad posible al mejor precio posible lo constituye el libre mercado y la producción capitalista en el seno de una sociedad abierta. Todo lo demás son eslóganes electorales de estafadores a la caza de votos.

lunes, 2 de noviembre de 2015

Apostamos por...


Apostamos por las energías limpias, apostamos por la igualdad, apostamos por un turismo de calidad, apostamos por la seguridad alimentaria, apostamos por la educación y la sanidad públicas, apostamos por más recursos para la dependencia, apostamos por la cultura, apostamos por el ajedrez en la escuela, apostamos por el empleo estable y de calidad, etc. «Apostamos por... » es la frase de moda que todo político, sindicalista, ideólogo, ingeniero social o lobista utiliza para disfrazar sus perversas intenciones. En el fondo, estos sedicentes jugadores, en realidad, no quieren otra cosa que utilizar la legislación para prohibir o saquear. Son unos ladrones de tomo y lomo que pretenden privilegios y dinero. Cuando apuestan por las energías limpias lo que pretenden es subvencionarlas a expensas del contribuyente. Cuando algunos artistas dicen apostar por la «cultura» quieren que el gobierno les reduzca el IVA o que financie sus mediocres creaciones; estos comedores del pesebre estatal quieren una retribución superior a la que les asigna libremente el mercado. Pretenden que los consumidores paguen fiscalmente por consumir productos y servicios que no desean ni valoran. Algo que es bueno no precisa de la fuerza para ser consumido. Sólo los que fracasan comercialmente, cual mendigos, «apuestan» porque el Estado les saque las castañas del fuego. 

Apostamos por la igualdad efectiva entre hombres y mujeres es la frase políticamente correcta que se utiliza para imponer a las empresas cuotas y servidumbres que privilegian a las mujeres a expensas de los empresarios y de sus compañeros de trabajo. Las feminazis que apuestan por la discriminación positiva de la mujer, mediante la coacción legal, deben reconocer su incapacidad para competir en el libre mercado. La envidia y el odio les impide reconocer su fracaso profesional y por eso culpan a la naturaleza o a la sociedad de algo que solo es achacable a su propia ineptitud.

Apostamos por...es la frase preferida del político intervencionista. Apostamos por un turismo de calidad es la frase falaz que sirve para prohibir la construcción de hoteles, excepto los de lujo, o para prohibir que los propietarios alquilen sus apartamentos a los turistas. Apostamos por un transporte seguro y de calidad es la excusa para prohibir la libre competencia de empresas como UBER y Blablacar. Apostamos por el ajedrez significa el intento de que nuestros hijos aprendan, por cojones, el ajedrez en la escuela y así sucesivamente. Detrás de cada «apostamos por», en plural, hay un saqueador que quiere tu dinero o un déspota que desea imponer su voluntad a los demás y en lugar de recurrir a la persuasión utiliza la violencia política (valga la redundancia). Obviamente, la sociedad no es un casino. Cuando alguien va al casino apuesta su propio dinero y es libre de jugarse todo lo que es suyo pero estos ludópatas del Estado quieren apostar siempre con el dinero de los demás.

lunes, 12 de octubre de 2015

La ciencia y su presunción de rentabilidad


Reconozco que la radio es mi gran fuente de inspiración. Escucho lo que para mí son falacias económicas y siento un impulso irrefrenable por sentarme a escribir. Hoy hablaré de la ciencia y de su «insuficiente» financiación pública. Periodistas e investigadores se lamentan de que talentosos investigadores españoles deben abandonar su patria porque no tienen oportunidades para investigar en condiciones adecuadas. Los sueldos de los investigadores en España —afirman los tertulianos— son bajos en comparación con los de otros países de la UE. Evidentemente, a cualquiera le gustaría cobrar más. Otra queja es la poca estabilidad laboral.  La continuidad de los proyectos no está garantizada por falta de fondos económicos. Y el argumento principal para reclamar más «inversión» pública en investigación científica es su presunta rentabilidad social. Para ello, aluden a sesudos estudios que afirman que por cada euro invertido en ciencia, la sociedad recupera el doble o triple de la cantidad invertida. Esto es falso. Si fuera cierto, el problema de la pobreza en el mundo quedaría resuelto de un plumazo. Otros informes vinculan gasto en ciencia y creación de empleo. No deja de ser sospechoso que ni un solo estudio de este tipo afirme que el gasto en ciencia haya producido rentabilidades negativas. La causa es evidente: todos esos análisis de rentabilidad son falaces. En el sector público, por mucho que algunos se empeñen, no hay forma racional de medir la rentabilidad económica porque no hay cálculo económico. Solamente la cuenta de resultados de una empresa puede indicarnos si los costes de una línea de investigación se justifican o no. Afirmar que toda investigación per se produce un retorno positivo a la sociedad es tanto como afirmar que la actividad científica es intrínsecamente rentable. La ciencia económica refuta esta tesis.

La investigación científica sufragada públicamente no es una excepción a la norma y presenta las deficiencias propias de cualquier sistema público: a) Incentivos. Son los propios investigadores (sean o no funcionarios) o sus jefes políticos quienes deciden qué investigar. Ellos tienen intereses particulares que no siempre coinciden con los intereses de los contribuyentes, que son quienes pagan sus sueldos. Además, el prestigio que tiene la ciencia es usado instrumentalmente para justificar todo tipo de políticas. Antes de que una ley se promulgue es habitual observar cómo una legión de científicos en nómina de la Administración, como los zapadores, va despeando el terreno de obstáculos. Por ejemplo, si el gobierno quiere prohibir que se fume dentro de los vehículos, asistiremos a una avalancha de estudios «científicos» que estiman en miles los muertos al año por esta causa, la mayoría de ellos niños inocentes. De esta manera, la verdad científica (siempre provisional) es fácilmente pervertida y sustituida por la verdad «oficial» que dicta el gobierno.

b) No existe forma racional de saber si una investigación ha sido o no rentable porque no hay cálculo económico; y tampoco es posible afirmar que la ciencia genera empleo porque no es posible aislar, en el experimento, el resto de variables que actúan. Las ciencias empíricas y las ciencias sociales emplean métodos distintos, y es un error confundir correlación con causalidad. Por tanto, es falaz hablar de «inversión» pública en ciencia cuando de lo que realmente hablamos es de "gasto público" en ciencia. Inversión pública es un oxímoron.

c) La ciencia no es gratis. Todo euro asignado al gasto en investigación ha debido ser previamente confiscado a los ciudadanos, y estos poseen necesidades propias, tal vez más urgentes que la investigación científica. Los defensores del gasto público olvidan el coste de oportunidad, es decir, lo que hubieran podido hacer los contribuyentes con su dinero si no se lo hubieran arrebatado. En el libre mercado son los consumidores quienes determinan, mediante el mecanismo de precios, la producción de la ciencia para atender las necesidades más perentorias de la sociedad.

En conclusión, la ciencia económica refuta la tesis de la rentabilidad garantizada del gasto en ciencia. Reclamar una mayor asignación de dinero público para la investigación científica no se justifica y solo puede obedecer a los intereses de grupo. Algunos investigadores repiten el conocido mantra de sindicalistas y socialistas: «Queremos empleo estable y de calidad». Quieren vivir del dinero confiscado a los demás y eludir la molesta incertidumbre que les ofrece el libre mercado.