viernes, 29 de abril de 2016

El coste de la insularidad


Es una idea muy extendida entre los canarios que el hecho de vivir en un archipiélago supone un perjuicio económico. La mayor carestía de la cesta de la compra o los frecuentes viajes en avión que deben realizar los residentes, entre otros factores, se utiliza para reclamar derechos. Los políticos canarios afirman que los residentes deben ser compensados económicamente (se supone que por el resto de españoles y europeos). La igualdad de oportunidades -afirman estos populistas- exige sufragar el coste de la insularidad. Trataré de refutar estos argumentos.

En primer lugar, hablemos de costes económicos. En Canarias, los productos que llegan a las islas se encarecen por el precio del transporte pero el coste de la aduana, el DUE o el monopolio abusivo de Binter es cosa de nuestros amados políticos. Las islas afortunadas tienen el mejor clima del mundo y los canarios no gastan en calefacción, ni en ropa de abrigo y, tal vez, necesitan ingerir una menor cantidad de calorías que los habitantes de Burgos o Teruel; además, en los sitios pequeños se gasta menos en el transporte o la vivienda. Para afirmar que vivir en Canarias es más caro que vivir en la península sería preciso hacer un intrincado balance de costes cuyo resultado es incierto pues el coste de la vida en cada localidad es muy dispar y depende de las circunstancias personales de cada individuo.

Pero también tenemos costes no económicos: clima, paisaje, medio ambiente, deporte, ocio, cultura, etc. son todos factores que se disfrutan y forman parte del consumo psíquico. Aún admitiendo que la cesta de la compra fuera más cara en Canarias que en la península, mucha gente prefiere vivir en las islas porque, subjetivamente, los factores no económicos compensan la mayor carestía de la vida. Es un dato que Canarias está a 2.000 km. al sur de Madrid, pero ¿quién ha dicho que esto sea malo? ¿Y para quién es malo? ¿Y por qué motivo tantos visitantes se quedan de por vida en las islas? La respuesta es la siguiente: el valor es subjetivo.


Tenemos un tercer problema y es dónde fijar los límites para determinar cómo debe hacerse un trasvase forzoso de dinero entre las gentes de distintos territorios. Los políticos de las islas menores hacen una doble reclamación porque existe una doble insularidad: sus habitantes deben ser también indemnizados por los de Tenerife y Gran Canaria (por eso de «igualar» las oportunidades); y los alcaldes de los pueblos más alejados de la capital o los vecinos de los barrios exteriores hacen lo mismo. Todos afirman tener derechos basados en la lejanía a otros sitios de mayor tamaño y población. Y todos pugnan, como hienas, para ver quien se mama el mayor pedazo de carne de contribuyente.

En cuarto lugar, el argumento de la igualdad de oportunidades es la gran excusa para robar. La igualdad de oportunidades no existe, es un mito, un objetivo imposible; por ejemplo, un joven que vive en Aragón o Madrid tiene más oportunidades de esquiar que un canario o un gaditano, pero estos últimos tienen más oportunidades de hacer surf que los primeros. No hay forma humana de igualar el territorio donde se vive, ni la familia donde uno nace, ni la inteligencia o la belleza naturales ¿acaso los guapos deberían indemnizar a los feos porque los segundos tienen menos oportunidades que los primeros? La igualdad de oportunidades es una ilusión colectivista, un virus utilizado por ladrones y parásitos. Además, resulta curioso que, para reclamar derechos, sistemáticamente nos comparemos con quienes tienen más renta que nosotros ¿y por qué no compararnos con los griegos o marroquíes?

Malta
Si un isleño, de promedio, tiene menor renta que un peninsular no es por culpa de la geografía. Los gibraltareños, que viven en un peñasco de 6,8 km2, tienen una renta per cápita de 40.000$; Malta, cuya superficie (316 km2) está entre la Gomera y el Hierro, 35.000$; y Singapur, un Estado-archipiélago del tamaño de La Palma, 58.000$. Vivir en una isla no condena a nadie a la pobreza ni tampoco otorga, de forma automática, ningún derecho sobre nadie.

Además, la política asistencialista con las islas menores no las ayuda en absoluto, al contrario, convierte a sus habitantes en clientes de los políticos quienes venderán empleo público y subsidios a cambio de votos. Vivir mendigando es una trampa mortal que anula la dignidad del hombre y lo condena a un estado permanente de pobreza. Nadie —tampoco los canarios— tiene derecho a reclamar el dinero ajeno ni a parasitar de los demás. Lo único que necesitamos es que nos dejen vivir, producir y comerciar en libertad; necesitamos seguridad jurídica en lugar de arbitrariedades; necesitamos más respeto por la propiedad privada y menos impuestos confiscatorios (valga la redundancia); necesitamos adelgazar el obeso sector público y privatizar o eliminar todas las ruinosas empresas públicas, observatorios y demás antros de corrupción política; en definitiva, necesitamos fortalecer la sociedad civil, despolitizar la sociedad y entender, de una vez por todas, que el poder político constituye la auténtica amenaza a nuestro bienestar y desarrollo. 

jueves, 31 de marzo de 2016

¿Es eficiente el crédito público?

Observo en Facebook que los políticos se dedican, sin rubor alguno, a ejercer de propagandistas. Cada cual, siempre en tono triunfante, muestra sus logros aportando datos y estadísticas de eficiencia. La finalidad de este autobombo es doble: la caza de votos (siempre están en campaña electoral) y la pretensión de justificar su onerosa existencia. Hoy pretendo mostrarles un ejemplo de la falacia de la inversión pública: el caso de Sodecan (Sociedad para el Desarrollo Económico de Canarias), que se presenta en su web de esta manera:

"Sodecan, es una empresa pública del Gobierno de Canarias que desde 1983 se implica activamente en la financiación de proyectos empresariales viables e innovadores. Nos especializamos en cubrir fallos del mercado, nuestras líneas de financiación están diseñadas para diferentes tipologías de proyectos empresariales que lo tienen especialmente difícil para conseguir financiación privada".

Hayek
La primera falacia consiste en algo que el economista austriaco Friedrich von Hayek denominó "la fatal arrogancia". Por lo visto, los responsables de Sodecan tienen una inteligencia y perspicacia superiores a la de sus colegas del sector privado. Ahora resulta que los políticos y sus "empleados", que disparan con pólvora de rey, aciertan más que los miopes profesionales del sector financiero, que deben rendir cuentas ante sus accionistas. 

Como se puede observar en la gráfica inferior, Sodecan es una empresa pública deficitaria, estado natural del ruinoso sector público (valga la redundancia).   

Pero lo realmente escandaloso es que pretendan hacernos creer que su actividad tiene un impacto positivo en la sociedad y que su eficiencia está probada (ver debajo).

La gráfica nos indica que, en 2013 y 2014, Sodecan, con menos empleados, ha sido capaz de beneficiar a un mayor número de empresas y ha dado una mayor cantidad de crédito. Pero de aquí no se infiere éxito alguno, de hecho, el balance de explotación es negativo en ambos ejercicios (descontada la venta de inmuebles). Tal vez, lo más inadmisible es el concepto sui generis de "eficiencia". Lean esto:

"Nuestro principal indicador de EFICIENCIA es la financiación total que ponemos a disposición de empresas y emprendedores canarios dividido por los gastos de explotación de SODECAN. Dicho en otras palabras: cuantos euros inyectamos en la economía por cada euro que le costamos al contribuyente".

Fijémonos en la última fila, año 2014, el indicador de eficiencia es 5,96; es decir; el dinero prestado (5.215.965€) para financiar proyectos dividido por lo que cuesta mantener Sodecan (876.424€). En 2014 -afirma Sodecan- la empresa pública inyectó en la economía canaria casi seis veces más dinero del que costó al contribuyente su mantenimiento, un milagro como el de la multiplicación de los panes y los peces. Estos sedicentes economistas, por no llamarlos impostores, olvidan que el dinero "inyectado" en créditos fue previamente "desinyectado" del bolsillo del contribuyente. Es decir, todo el dinero en su conjunto procede de la confiscación y hablar de "eficiencia" es un puro sarcasmo. La única forma de saber si algo es rentable o no es la cuenta de resultados de una empresa con capital privado, todo lo demás son enjuagues propios de trileros. A continuación, voy a justificar por qué la actividad de Sodecan es, en términos netos, perjudicial para la sociedad:

1) El dinero prestado por Sodecan fue arrebatado previamente a sus legítimos dueños mediante impuestos y los políticos hurtan al ciudadano la posibilidad de elegir cómo invertir (o gastar) su propio dinero. Este "ahorro forzoso" es ilegítimo y supone una violación de la libertad y la propiedad.

2) Riesgo moral. Los créditos públicos soportan un exceso de riesgo porque el prestamista no arriesga su propio dinero, sino el dinero ajeno. Además, con mucha frecuencia, el préstamo no es otorgado con un criterio económico sino político o según la discrecionalidad del empleado de turno (recordemos el saqueo de las Cajas de Ahorro).


3) Irresponsabilidad. En caso de impago, las pérdidas las sufrirá el contribuyente sin que los responsables políticos paguen, con su patrimonio personal, sus errores en materia crediticia. 

4) Competencia desleal. El crédito público compite deslealmente con el privado perjudicando a los ahorradores e inversores privados. Este hecho expulsa del mercado a las empresas financieras marginales, creando desempleo.

5) Consumo de capital. Parte del ahorro disponible en la sociedad, que siempre es escaso, es mal invertido. El dinero, de no haber sido arrebatado con impuestos, hubiera sido dedicado, en el libre mercado, al consumo, ahorro o inversión de las familias y hubiera creado un desarrollo económico genuino.

Por último, ¿quién sale beneficiado de la existencia de una empresa pública? a) los políticos: cobran rentas al formar parte del Consejo de Administración, ocupan cargos permanentes bien remunerados, aumentan el número de puertas giratorias y colocan en la empresa a parientes, amigos, etc. b) los empleados: tienen una nómina y la facultad de otorgar créditos discrecionalmente; y c) los emprendedores y empresarios beneficiados por los créditos y avales, que nunca debieron darse. Por el bien de la sociedad, Sodecan, al igual que el resto de empresas públicas, debería ser cerrada o privatizada.


viernes, 25 de marzo de 2016

Ni jurar ni prometer

Cada vez que un político o funcionario toma de posesión de su cargo pronuncia la siguiente frase: «Juro o prometo por mi conciencia y honor cumplir fielmente las obligaciones del cargo... con lealtad al Rey, y guardar y hacer guardar la Constitución, como norma fundamental del Estado». Yo creo que es preferible que los políticos ni juren ni prometan sus cargos para evitar ponerlos en un brete.

En primer lugar, es altamente improbable que el juramento o promesa tenga algún valor más allá de su función perlocutiva, es decir, el político sólo puede acceder formalmente al cargo si profiere esa fórmula exigida por ley (Real Decreto 707/1979). La otra función es protocolaria y social: el acto de toma de posesión es un rito iniciático de una élite gobernante.

En segundo lugar, es propio de ingenuos creer que una frase ritual como «juro o prometo» tiene alguna eficacia o que compromete de algún modo a quien la pronuncia. Da igual si se hace ante un crucifijo, poniendo la mano sobre la constitución o en presencia de la familia y otros jefes de superior rango. El juramento o promesa puede ser tan falso como el beso de Judas y, al contrario que un contrato, no obliga jurídicamente a quien lo profiere. Por el número de políticos corruptos, tampoco creo que jurar el cargo posea valor moral para quienes carecen de moralidad. La fórmula es un mero brindis al sol, una mentira más de las muchas necesarias para alcanzar el poder.

En tercer lugar, dudo que el político actual tenga algo que llamamos «recta conciencia», la suya es más flexible que el caucho y siempre está subordinada a sus dos únicos fines: imponer sus ideas coactivamente a los demás y vivir de los impuestos. Por ese motivo, un político con honor es una contradicción en los términos. Tal vez, en tiempos pasados, los aristócratas tenían como principios de actuación el honor, la verdad y la justicia, que eran cumplidos cabalmente aún a costa de su propia vida; en cambio, para el político moderno el honor es un concepto extraño.

Alberto Benegas Lynch (h)
La democracia no permite que los políticos expresen sus propios valores porque, si quieren seguir en el cargo, deben asumir los valores imperantes en la sociedad. Una persona con recta conciencia y honor tiene sus días contados en la política pues en esta infame profesión los valores morales no son guías que orientan la conducta sino más bien obstáculos en su camino. Como dice el profesor Alberto Benegas Lynch (h): «El político es un cazador de votos» y si quiere seguir en activo debe satisfacer, no sus valores, sino aquellos que poseen los votantes; y si estos le reclaman panen et circenses aquél se los dará y les persuadirá, con muy poco esfuerzo, que «pan y circo» constituyen derechos universales del hombre y una conquista social. El político, por imperativo de la democracia, no puede tener recta conciencia ni honor, se trata de una imposibilidad lógica. Por eso, creo yo, deberíamos renunciar a la impostura que supone la fórmula de toma de posesión de un cargo público.

miércoles, 3 de febrero de 2016

Empresa, empleo y precariedad














Leo en Facebook este comentario de mi amigo y empresario Jaime Blanco y no me resisto a suscribirlo. El empresario nunca tiene asegurado su "empleo", su actividad, por definición, se desarrolla en un entorno competitivo donde reina la incertidumbre. Los que se quejan de que el empleo es precario parecen ignorar que la empresa es la organización precaria por excelencia. Ninguna empresa, ni siquiera las corporaciones, está a salvo de la quiebra. Por ejemplo, el desplome del barril de crudo de $115 a $30 en el último año y medio ha evaporado ya $250.000 millones del valor bursátil de las grandes petroleras europeas. Repsol, nuestra joya de la corona, ha perdido 50% de su valor en bolsa. El empleo indefinido es un mito.

Atlas
Si por precario entendemos que algo es poco estable, poco seguro o poco duradero, no hay nada más precario que la empresa. Sin embargo, todos exigen al empresario -el trabajador más precario de todos- que proporcione empleo estable, seguro y duradero, algo imposible a todas luces. La mayoría de la sociedad pretende que el empresario se comporte como Atlas, el joven titán de la mitología griega que fue condenado por Zeus a sostener la tierra bajo sus hombros.

El trabajo -afirma Mises- es un factor de producción escaso, pero si sobra capacidad laboral no es por culpa de los empresarios sino por factores institucionales. La mal llamada "protección" laboral es un regalo envenenado al empleado pues eleva el coste de su trabajo por encima de su productividad marginal. El empleado, aunque no lo sepa, deberá producir lo suficiente hasta pagar el último privilegio otorgado. Desde el punto de vista jurídico, la perversa legislación laboral -que debería ser erradicada- convierte al empresario en un presunto culpable y al empleado en un ser exento de responsabilidad legal. 

Como dice mi amigo Jaime, una empresa no es una ONG y cualquier empresario que no se comporte de forma económicamente implacable acabará siendo expulsado del mercado por los propios consumidores, que son seres aún más implacables. Quien afirma que la misión de la empresa es crear empleo es un mentiroso o un ignorante. El empleo no es un fin empresarial sino un medio; el trabajo es un factor de producción igual que lo son las materias primas, las máquinas o la electricidad. Solamente un estúpido afirmaría que la finalidad de su empresa es aumentar los costes. Mientras no se entienda que la empresa es un ente esencialmente precario; mientras políticos, sindicalistas y empleados exijan, como si el hombre fuera un inválido, que el empresario les proteja de los avatares de la vida, no habrá suficientes huéspedes para tanto parásito. Estos enemigos de la realidad reclaman para sí una seguridad que el libre mercado jamás puede ofrecer a nadie. Tampoco entienden las leyes inexorables de la economía y que toda servidumbre impuesta bajo coacción al empresario será trasladada al mercado en forma de desempleo involuntario o descontada al trabajador de alguna manera.

lunes, 1 de febrero de 2016

El Estado es Dios

Esto dice el Evangelio de Mateo, cap. 22: «Maestro, [...] ¿Es o no es lícito pagar tributo al César?. A lo cual Jesús, conociendo su malicia, respondió: ¿Por qué me tentáis, hipócritas? Enseñadme la moneda con que se paga el tributo. Y ellos le mostraron un denario. Y Jesús les dijo: ¿De quién es esta imagen y esta inscripción? Respóndele: Del César. Entonces les replicó: Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Muchos han visto en esta frase la legitimación cristiana de la confiscación. Sin embargo, que un rostro se acuñe en una moneda no significa que la moneda sea propiedad de la persona representada por la efigie. La moneda es propiedad de su legítimo dueño. La idea de que todo súbdito, por el mero hecho de serlo, tiene contraída una deuda con su gobernante es una creencia generalizada. Sólo una minoría -los objetores fiscales- cree lo contrario. El impuesto es una deuda espuria porque para que ésta sea legítima debe ser específica y haber sido contraída voluntariamente. La deuda pública también es inmoral, es una subasta anticipada del dinero que será violentamente confiscado a los ciudadanos.
«Dad a Dios lo que es de Dios» también es una creencia, pero la religión no obliga a aquellos que no participan de la fe. La religión predica la solidaridad, pero no la impone bajo la forma de impuesto. La Iglesia católica no obliga al ateo o al creyente en otro credo a cumplir sus preceptos y a admitir su moral heterónoma pero, paradójicamente, justifica la violencia que ejerce el Estado (2240): «La sumisión a la autoridad y la corresponsabilidad en el bien común exigen moralmente el pago de los impuestos, el ejercicio del derecho al voto, la defensa del país: Dad a cada cual lo que se le debe: a quien impuestos, impuestos; a quien tributo, tributo; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor» (Rm 13, 7). A alguien se le permite no creer en Dios, pero nadie debe resistirse a creer en el Estado, el Dios de dioses. Los alemanes no-católicos están exentos de pagar el impuesto eclesiástico pero el que no cree en el Estado no merece el mismo trato. Lasalle dijo: «El Estado es Dios», pero muchos parecen asumir implícitamente que el Estado es un Dios superior.

jueves, 28 de enero de 2016

Precio y valor

La mayoría de la gente emplea los términos precio y valor de forma indistinta. Es frecuente decir que el precio mide del valor de las cosas. Esto no es técnicamente correcto. Desde el punto de vista económico, valor es la utilidad que cada persona otorga subjetivamente a un determinado bien. El valor es una categoría abstracta y ordinal que no se puede medir en unidades. Tan solo podemos valorar —o preferir— una cosa más que otra. Pero si el valor no se puede medir ¿qué es el precio? Intentaré explicar que el precio no es una magnitud del valor sino una información relativa a un intercambio.

En un trueque identificamos dos precios. Si se intercambia una vaca por cuatro cabras, el precio de la vaca es 4 cabras y el precio de éstas es la vaca. Vaquero y cabrero son simultáneamente compradores y vendedores. El primero vende una vaca y compra 4 cabras, el segundo vende 4 cabras y compra una vaca.

Con la aparición del dinero esta dualidad se camufla. Si el vaquero vende una vaca frisona por 1.500€ parece que uno de los dos precios se ha evaporado. No es cierto. El que compra la vaca está vendiendo su dinero (1.500€) al precio de la vaca frisona. Esto puede verse más fácilmente en el intercambio de divisas: por ejemplo, el precio de comprar 1 libra esterlina es 1,4€ y el precio de comprar 1€ es 0,7 libras esterlinas. El precio de una cerveza es 1€ y el precio de 1€ es una cerveza o todo aquello susceptible de intercambiarse por ese dinero.


La frase «El precio es lo que se paga. El valor es lo que se obtiene», atribuida a Warren Buffett no es correcta. 1) El precio no se paga. El precio es una información (i.e. etiqueta). Lo que se paga son específicas cantidades de bienes económicos: dinero, productos, servicios, derechos, etc. Por ejemplo, el viajero paga al taxista con dinero y el taxista paga al viajero con transporte. 2) El valor no se obtiene porque se trata de un concepto. Lo que se obtiene también son específicas cantidades de bienes. Como es lógico, quienes participan en el intercambio valoran en sentido contrario lo que posee cada uno. Lo que pagamos vale (subjetivamente) menos que lo que obtenemos.

Si compramos una papaya de 3 kg. por 6€ es relativamente fácil pensar que la pieza de fruta «pesa» 3kg. y «vale» 6€. Este deslizamiento mental conduce al error de considerar el valor como una magnitud y el precio su unidad de medida. Para el cliente, la papaya vale más que los 6€ que entrega y, recíprocamente, para el frutero la papaya vale menos que los 6€ que recibe. Ninguno de los dos entrega «precio por valor», sino dos bienes económicos que son valorados de forma inversa. 

El precio es una cifra monetaria, una información comercial que el vendedor expone al público. En definitiva, mi definición de precio es: «Una información monetaria relativa a un intercambio». Ex ante, el comerciante declara: «Valoro menos mi producto (o servicio) que una cierta cantidad de dinero (precio)». Ex post, las preferencias valorativas (explícitas o implícitas) de los participantes quedan empíricamente reconocidas. 

Que existan muchos intercambios de un cierto bien a un mismo precio no convierte a éste en medida objetiva del valor, porque el valor no reside en el bien intercambiado sino en la mente de las personas que intercambian. El valor siempre es extrínseco (no intrínseco). También es incorrecto decir «valor» de tasación, en lugar de «precio» de tasación. La tasación es una estimación del precio de mercado de una vivienda, joya, obra de arte, etc. El tasador, basándose en datos estadísticos (operaciones ya efectuadas) y otros criterios (oferta y demanda) estima el precio de mercado actual.