viernes, 2 de septiembre de 2016

Réplica a Paco Capella sobre el anarco-capitalismo

Este artículo es una réplica a otro de Francisco Capella titulado «Más problemas del anarcocapitalismo», publicado en la web del Instituto Juan de Mariana (IJM), el 11/08/2016. Empieza Capella su argumentación con esta frase: «Independientemente de la corrección o validez de sus ideas, el anarcocapitalismo es una teoría política (o antipolítica) extrema, muy minoritaria, y con un alto porcentaje de fanáticos e ingenuos entre sus seguidores». Mal comienzo sin duda porque la esencia de un debate intelectual, precisamente, es la corrección y validez de los argumentos presentados y no el número de seguidores que tengan ciertas ideas. No es epistemológicamente aceptable apelar a una pretensión democrática de la verdad, regla que nuestro autor evidentemente olvida cuando se trata de comparar el número de liberales con el de socialistas. Hace pocas semanas Capella impartió en Málaga una magnífica conferencia TEDx donde afirmaba que la ausencia de libertad —el socialismo— era imposible que funcionara (Mises, 1920), por eso, no entendemos que ahora diga, de otro modo y en otro foro, que un «poquito» de socialismo (minarquismo) sí es posible porque la ausencia total de socialismo (anarcocapitalismo) no es posible. ¿Ustedes entienden esto? 

Thomas Hobbes
Apelando al argumento de Thomas Hobbes —el hombre es un lobo para el hombre— Capella opina que el monopolio de la violencia estatal es un mal menor que debemos asumir y, por ello, algunos sectores económicos como Defensa, Seguridad y Justicia deben seguir en manos de un «Gran Lobo» que es más fiable que muchos pequeños lobos actuando libremente en el mercado. Admito que el anarcocapitalismo para algunos (Dalmacio Negro) es una utopía fuerte —algo imposible— mientras que para otros es una utopía débil  —algo difícil de conseguir. Eso está por ver. El problema es que los apóstoles del Estado, incluidos los minarquistas del Estado «pequeñito», siguen dando vida y amparando intelectualmente la violencia institucional, eso sí, sólo en pequeñas dosis. 

José Hdez. Cabrera
Respecto de los argumentos económicos que justifican la existencia del Estado no voy a criticar, una vez más, la endeble teoría samuelsoniana de los bienes públicos, externalidades y free riders. Tan solo quisiera aclarar que el anecdótico ejemplo de los fuegos artificiales, que expuse a contrarreloj en el IX Congreso de EconomíaAustriaca, debe interpretarse en este sentido: si la gente demuestra cooperar económicamente, al margen del free rider, en asuntos poco relevantes para su vida, ¿por qué no habría de cooperar en otras cuestiones vitales? 

Lo que resulta inadmisible del artículo de Capella es su elenco de descalificaciones, algo impropio de quien imparte clases de comunicación de las ideas. Es una falacia ad hominem calificar a los ancaps como un grupo de «radicales, fanáticos, ingenuos, fundamentalistas, integristas y adolescentes inmaduros». El anarcocapitalismo, como decía Rothbard, no es otra cosa que llevar los principios de libertad, propiedad y no agresión hasta sus últimas consecuencias lógicas. Craso error es confundir «integridad» intelectual con «integrismo y fanatismo».
Jesús Huerta de Soto
Vuelve a equivocarse Capella apelando a una supuesta evolución positiva del pensamiento que discurre desde posturas radicales hacia otras más equilibradas, como si ello fuera sinónimo de progresismo intelectual o como si la verdad estuviera en algún sitio intermedio entre ideas opuestas. El hecho es que muchos ancaps no lo fueron en sus tiempos mozos y sólo abrazaron la anarquía de mercado en su madurez intelectual, caso de Rothbard, Hoppe, Huerta de Soto y Bastos, entre otros. Capella presume de haber «evolucionado» hacia la sensatez y de haber influido (tal vez) en Rallo en este sentido. El pasado julio, en Lanzarote, Rallo afirmaba que el anarcocapitalismo pudiera ser deseable, pero que no lo creía factible; por este motivo, tal vez, defienda un Estado del 5%, pero al menos lo hace respetando a quienes opinamos que un 5% de coacción es inmoral. Espero que los dirigentes del IJM recuperen la mejor tradición escolástica que defendía la libertad, la propiedad y la justicia «sin concesiones», tal y como decía ufanamente el profesor Huerta de Soto refiriéndose a sí mismo el pasado 3 de junio al recibir el X Premio Juan de Mariana.

sábado, 27 de agosto de 2016

El estancamiento económico de La Palma: análisis y prospectiva

Playa de Nogales - La Palma
Desde hace 32 años visito frecuentemente la isla de La Palma, lugar único en el mundo por su belleza natural y clima. En el transcurso de tres décadas, sin embargo, he podido constatar su estancamiento económico y demográfico. Sería muy complejo hacer una análisis detallado y riguroso de las causas de esta situación, por ello, aquí sólo pretendo apuntar algunas intuiciones personales. El principal problema de La Palma, creo yo, es que el sector público ha ido colonizando todos los ámbitos económicos que en una sociedad libre corresponden al sector privado. 

La intervención económica, la regulación obsesiva de los políticos (autonómicos, insulares y locales) y los altos impuestos han convertido a La Palma en un territorio hostil a la inversión empresarial (y no existe tal cosa como «inversión pública»). En 2001, el gordo de la lotería de Navidad repartió 15.000 millones de pesetas (90,1 millones €) en Santa Cruz de La Palma (censo 17.000). ¿Y qué hicieron los agraciados? la mayoría asignó una parte del dinero al consumo (casa, coche, viaje) y guardó la otra parte en el banco, en forma de ahorro (depósitos) o inversión (fondos, acciones, bonos). Esta decisión no sólo es respetable: cada uno es soberano para emplear su dinero como quiera; además, es una decisión impecable desde el punto de vista económico: solamente los héroes o los idiotas (según se mire) se complican la vida montando un negocio y contratando empleados. En La Palma la expresión «que invierta su puta madre» adquiere su máximo sentido.

Plaga "rabo de gato"
La Palma tiene una excesiva dependencia del sector público, ya sea directamente con organismos y personal (políticos y funcionarios) públicos o indirectamente con la agricultura del plátano subsidiada con fondos europeos. Los políticos han conseguido que nadie haga nada, salvo ellos, que lo hacen todo y lo controlan todo; siempre en aras de ese misterioso e indefinido «interés general». Toda actividad económica es pública o está controlada políticamente mediante regulaciones y subvenciones. El teatro es público y el cine está licenciado, todos los centros de visitantes turísticos son públicos, las escuelas de música, folclore y artesanía son públicas, la empresa de guaguas recibe ayudas públicas, las pistas de pádel y los cursos de natación (complejo deportivo de Miraflores) son públicos y hasta los artesanos necesitan un carné del omnipresente Cabildo. Nada en la isla bonita escapa al «Ojo de Sauron», una Administración Pública omnipotente que somete a la población con una doble fórmula: premios para los amigos y castigo para los que osen ir por libre. Ningún empresario puede asomar el hocico sin el visto bueno de la autoridad y nadie puede competir con este formidable rival, que como «rabo de gato», todo lo invade.  

El origen del problema reside en las ideas seculares que demonizan el capitalismo, el comercio y la economía laissez-faire. Estas ideas persisten en el cancionero popular cuando se culpa al malvado intermediario de la pobreza del campesino platanero. Mientras la gente siga pensando que los políticos dinamizan (y no dinamitan) la economía, estamos jodidos. Mientras los vecinos acudan al alcalde para pedir un puestito de trabajo, estamos condenados a la servidumbre de un nuevo señor feudal que cambia cada 4 años. Mientras los políticos sigan jugando a ser empresarios -con pólvora de rey- y sigan ahogando al sector privado, no hay nada que hacer. Y mientras los individuos no crean que son los únicos responsables de sus vidas, no hay arreglo posible. Tanto el problema como la solución residen en el campo ideológico. Lo malo es que las ideas que imperan en la sociedad son moldeadas por los políticos mediante la educación estatal y los medios públicos de comunicación de masas, entre otros. Si el sector público fagocita al privado es porque la gente prefiere el estatismo a la libertad, el favor al mérito y el robo al respeto de la propiedad privada. Hasta que la gente no comprenda que solamente el sector privado genera riqueza y el que sector público es un lastre, un parásito que hay que erradicar, no hay nada que hacer. En este sentido, soy pesimista, al menos a corto plazo.

¿Cuál es el futuro económico de La Palma? El día que las ayudas al plátano desaparezcan La Palma sufrirá una nueva crisis económica seguida de otra emigración masiva. En la isla ya no quedará nadie a quien administrar, regular y dar un carné. Sólo quedarán políticos, funcionarios, pensionistas, limpiadoras, cuidadores de ancianos, peluqueras, algunos dueños de comercios y bares, taxistas y un sector turístico famélico. Solamente podrán sobrevivir en La Palma aquellos trabajadores independientes (freelance) cuya actividad pueda eludir el asfixiante control gubernamental. Para ello, será esencial eliminar todo coste fijo como oficinas, locales o empleados. Podrá «escapar» todo aquél que trabaje desde su casa o haga servicios a domicilio. Aprecio un futuro en el alquiler vacacional de habitaciones y casas rurales siempre y cuando se actúe con discreción para evitar la depredación fiscal (valga la redundancia). Sólo quienes abracen la economía sumergida y quienes puedan soslayar a los saqueadores podrán vivir, aunque no sea holgadamente.  

miércoles, 25 de mayo de 2016

El dinero ocioso


Esta mañana fui a la peluquería y, como es habitual, tuve una grata conversación con mi peluquero de cabecera (nunca mejor dicho). Afirmaba el hombre que la economía iría mejor si el dinero no estuviera «parado», lo bueno -añadió- es que el dinero circule y no esté «ocioso». Cuando me disponía a pagarle le espeto: «bueno, ahora supongo que saldrás inmediatamente a la calle a fundirte estos 14€ y así mejorar la economía».

Bromas aparte, la realidad es que mucha gente piensa como mi amigo el peluquero. Empecemos diciendo que la metáfora dinero «ocioso» no es muy acertada. El ocio es algo fabuloso que todos perseguimos y es muy necesario para el hombre alternar los periodos de actividad y descanso. Sin embargo, el dinero nunca «descansa» porque cuando está «parado» cumple diversas funciones muy importantes. 

En primer lugar, el dinero es una reserva de riqueza que nos proporciona liquidez y seguridad. También la rueda de repuesto de nuestro coche está "ociosa" y a nadie se le ocurriría "ponerla a trabajar". Créanme, se duerme muy bien sobre un buen colchón económico. 

En segundo lugar, el dinero ocioso está a la espera de ser invertido juiciosamente. Y es preferible tener el dinero debajo del colchón, al 0% de interés, que tenerlo en el banco al 0,1% de interés. Sobre todo, porque algunos sabemos que el 98% del dinero depositado a la vista es invertido por los bancos sin nuestro consentimiento, un fraude legalizado que se llama Reserva Fraccionaria.

Jesús Huerta de Soto
En tercer lugar, cuando los consumidores aumentan sus saldos en efectivo, algo demonizado como «acaparamiento», envían unas señales importantes a los políticos: no veo muy claro mi futuro; hay demasiadas trabas burocráticas; falta seguridad jurídica; los impuestos son muy altos, etc. En definitiva, si los saqueadores de todos los partidos no nos dejan vivir es lógico que alguien, como el profesor Huerta de Soto, afirme: «Que invierta su puta madre».

Los economistas keynesianos, cual druidas, creían en la magia circulatoria del dinero y pensaban que era el consumo (y no la producción) la solución a todo problema. Los ahorradores eran los culpables porque no gastaban lo suficiente y era preciso castigarlos con bajos tipos de interés e inflación. Todos estos mitos y falacias ya han sido refutados por los economistas Austriacos.

La gente hace muy bien (mientras la inflación sea moderada) en guardar su dinero debajo del colchón esperando tiempos mejores. Esto ha ocasionado, por ejemplo, un ajuste del precio de la vivienda de 50% en siete años. No está mal. El dinero «ocioso» ha podido desinflar la burbuja inmobiliaria. Mala noticia para algunos, pero excelente noticia para los actuales compradores de vivienda.

Tenemos muy reciente el castigo por haber invertido al tuntún, por haber avalado a nuestros hijos sin pensar en las consecuencias, por haber gastado más de la cuenta y por haber despreciado el ahorro. La realidad nos obliga a recoger velas, reducir el consumo y amortizar deudas. La buena noticia es que a medida que aumenta la cantidad de dinero «ocioso» se produce una bajada generalizada de los precios y podemos comprar más bienes con el mismo dinero. 

viernes, 29 de abril de 2016

El coste de la insularidad


Es una idea muy extendida entre los canarios que el hecho de vivir en un archipiélago supone un perjuicio económico. La mayor carestía de la cesta de la compra o los frecuentes viajes en avión que deben realizar los residentes, entre otros factores, se utiliza para reclamar derechos. Los políticos canarios afirman que los residentes deben ser compensados económicamente (se supone que por el resto de españoles y europeos). La igualdad de oportunidades -afirman estos populistas- exige sufragar el coste de la insularidad. Trataré de refutar estos argumentos.

En primer lugar, hablemos de costes económicos. En Canarias, los productos que llegan a las islas se encarecen por el precio del transporte pero el coste de la aduana, el DUE o el monopolio abusivo de Binter es cosa de nuestros amados políticos. Las islas afortunadas tienen el mejor clima del mundo y los canarios no gastan en calefacción, ni en ropa de abrigo y, tal vez, necesitan ingerir una menor cantidad de calorías que los habitantes de Burgos o Teruel; además, en los sitios pequeños se gasta menos en el transporte o la vivienda. Para afirmar que vivir en Canarias es más caro que vivir en la península sería preciso hacer un intrincado balance de costes cuyo resultado es incierto pues el coste de la vida en cada localidad es muy dispar y depende de las circunstancias personales de cada individuo.

Pero también tenemos costes no económicos: clima, paisaje, medio ambiente, deporte, ocio, cultura, etc. son todos factores que se disfrutan y forman parte del consumo psíquico. Aún admitiendo que la cesta de la compra fuera más cara en Canarias que en la península, mucha gente prefiere vivir en las islas porque, subjetivamente, los factores no económicos compensan la mayor carestía de la vida. Es un dato que Canarias está a 2.000 km. al sur de Madrid, pero ¿quién ha dicho que esto sea malo? ¿Y para quién es malo? ¿Y por qué motivo tantos visitantes se quedan de por vida en las islas? La respuesta es la siguiente: el valor es subjetivo.


Tenemos un tercer problema y es dónde fijar los límites para determinar cómo debe hacerse un trasvase forzoso de dinero entre las gentes de distintos territorios. Los políticos de las islas menores hacen una doble reclamación porque existe una doble insularidad: sus habitantes deben ser también indemnizados por los de Tenerife y Gran Canaria (por eso de «igualar» las oportunidades); y los alcaldes de los pueblos más alejados de la capital o los vecinos de los barrios exteriores hacen lo mismo. Todos afirman tener derechos basados en la lejanía a otros sitios de mayor tamaño y población. Y todos pugnan, como hienas, para ver quien se mama el mayor pedazo de carne de contribuyente.

En cuarto lugar, el argumento de la igualdad de oportunidades es la gran excusa para robar. La igualdad de oportunidades no existe, es un mito, un objetivo imposible; por ejemplo, un joven que vive en Aragón o Madrid tiene más oportunidades de esquiar que un canario o un gaditano, pero estos últimos tienen más oportunidades de hacer surf que los primeros. No hay forma humana de igualar el territorio donde se vive, ni la familia donde uno nace, ni la inteligencia o la belleza naturales ¿acaso los guapos deberían indemnizar a los feos porque los segundos tienen menos oportunidades que los primeros? La igualdad de oportunidades es una ilusión colectivista, un virus utilizado por ladrones y parásitos. Además, resulta curioso que, para reclamar derechos, sistemáticamente nos comparemos con quienes tienen más renta que nosotros ¿y por qué no compararnos con los griegos o marroquíes?

Malta
Si un isleño, de promedio, tiene menor renta que un peninsular no es por culpa de la geografía. Los gibraltareños, que viven en un peñasco de 6,8 km2, tienen una renta per cápita de 40.000$; Malta, cuya superficie (316 km2) está entre la Gomera y el Hierro, 35.000$; y Singapur, un Estado-archipiélago del tamaño de La Palma, 58.000$. Vivir en una isla no condena a nadie a la pobreza ni tampoco otorga, de forma automática, ningún derecho sobre nadie.

Además, la política asistencialista con las islas menores no las ayuda en absoluto, al contrario, convierte a sus habitantes en clientes de los políticos quienes venderán empleo público y subsidios a cambio de votos. Vivir mendigando es una trampa mortal que anula la dignidad del hombre y lo condena a un estado permanente de pobreza. Nadie —tampoco los canarios— tiene derecho a reclamar el dinero ajeno ni a parasitar de los demás. Lo único que necesitamos es que nos dejen vivir, producir y comerciar en libertad; necesitamos seguridad jurídica en lugar de arbitrariedades; necesitamos más respeto por la propiedad privada y menos impuestos confiscatorios (valga la redundancia); necesitamos adelgazar el obeso sector público y privatizar o eliminar todas las ruinosas empresas públicas, observatorios y demás antros de corrupción política; en definitiva, necesitamos fortalecer la sociedad civil, despolitizar la sociedad y entender, de una vez por todas, que el poder político constituye la auténtica amenaza a nuestro bienestar y desarrollo. 

jueves, 31 de marzo de 2016

¿Es eficiente el crédito público?

Observo en Facebook que los políticos se dedican, sin rubor alguno, a ejercer de propagandistas. Cada cual, siempre en tono triunfante, muestra sus logros aportando datos y estadísticas de eficiencia. La finalidad de este autobombo es doble: la caza de votos (siempre están en campaña electoral) y la pretensión de justificar su onerosa existencia. Hoy pretendo mostrarles un ejemplo de la falacia de la inversión pública: el caso de Sodecan (Sociedad para el Desarrollo Económico de Canarias), que se presenta en su web de esta manera:

"Sodecan, es una empresa pública del Gobierno de Canarias que desde 1983 se implica activamente en la financiación de proyectos empresariales viables e innovadores. Nos especializamos en cubrir fallos del mercado, nuestras líneas de financiación están diseñadas para diferentes tipologías de proyectos empresariales que lo tienen especialmente difícil para conseguir financiación privada".

Hayek
La primera falacia consiste en algo que el economista austriaco Friedrich von Hayek denominó "la fatal arrogancia". Por lo visto, los responsables de Sodecan tienen una inteligencia y perspicacia superiores a la de sus colegas del sector privado. Ahora resulta que los políticos y sus "empleados", que disparan con pólvora de rey, aciertan más que los miopes profesionales del sector financiero, que deben rendir cuentas ante sus accionistas. 

Como se puede observar en la gráfica inferior, Sodecan es una empresa pública deficitaria, estado natural del ruinoso sector público (valga la redundancia).   

Pero lo realmente escandaloso es que pretendan hacernos creer que su actividad tiene un impacto positivo en la sociedad y que su eficiencia está probada (ver debajo).

La gráfica nos indica que, en 2013 y 2014, Sodecan, con menos empleados, ha sido capaz de beneficiar a un mayor número de empresas y ha dado una mayor cantidad de crédito. Pero de aquí no se infiere éxito alguno, de hecho, el balance de explotación es negativo en ambos ejercicios (descontada la venta de inmuebles). Tal vez, lo más inadmisible es el concepto sui generis de "eficiencia". Lean esto:

"Nuestro principal indicador de EFICIENCIA es la financiación total que ponemos a disposición de empresas y emprendedores canarios dividido por los gastos de explotación de SODECAN. Dicho en otras palabras: cuantos euros inyectamos en la economía por cada euro que le costamos al contribuyente".

Fijémonos en la última fila, año 2014, el indicador de eficiencia es 5,96; es decir; el dinero prestado (5.215.965€) para financiar proyectos dividido por lo que cuesta mantener Sodecan (876.424€). En 2014 -afirma Sodecan- la empresa pública inyectó en la economía canaria casi seis veces más dinero del que costó al contribuyente su mantenimiento, un milagro como el de la multiplicación de los panes y los peces. Estos sedicentes economistas, por no llamarlos impostores, olvidan que el dinero "inyectado" en créditos fue previamente "desinyectado" del bolsillo del contribuyente. Es decir, todo el dinero en su conjunto procede de la confiscación y hablar de "eficiencia" es un puro sarcasmo. La única forma de saber si algo es rentable o no es la cuenta de resultados de una empresa con capital privado, todo lo demás son enjuagues propios de trileros. A continuación, voy a justificar por qué la actividad de Sodecan es, en términos netos, perjudicial para la sociedad:

1) El dinero prestado por Sodecan fue arrebatado previamente a sus legítimos dueños mediante impuestos y los políticos hurtan al ciudadano la posibilidad de elegir cómo invertir (o gastar) su propio dinero. Este "ahorro forzoso" es ilegítimo y supone una violación de la libertad y la propiedad.

2) Riesgo moral. Los créditos públicos soportan un exceso de riesgo porque el prestamista no arriesga su propio dinero, sino el dinero ajeno. Además, con mucha frecuencia, el préstamo no es otorgado con un criterio económico sino político o según la discrecionalidad del empleado de turno (recordemos el saqueo de las Cajas de Ahorro).


3) Irresponsabilidad. En caso de impago, las pérdidas las sufrirá el contribuyente sin que los responsables políticos paguen, con su patrimonio personal, sus errores en materia crediticia. 

4) Competencia desleal. El crédito público compite deslealmente con el privado perjudicando a los ahorradores e inversores privados. Este hecho expulsa del mercado a las empresas financieras marginales, creando desempleo.

5) Consumo de capital. Parte del ahorro disponible en la sociedad, que siempre es escaso, es mal invertido. El dinero, de no haber sido arrebatado con impuestos, hubiera sido dedicado, en el libre mercado, al consumo, ahorro o inversión de las familias y hubiera creado un desarrollo económico genuino.

Por último, ¿quién sale beneficiado de la existencia de una empresa pública? a) los políticos: cobran rentas al formar parte del Consejo de Administración, ocupan cargos permanentes bien remunerados, aumentan el número de puertas giratorias y colocan en la empresa a parientes, amigos, etc. b) los empleados: tienen una nómina y la facultad de otorgar créditos discrecionalmente; y c) los emprendedores y empresarios beneficiados por los créditos y avales, que nunca debieron darse. Por el bien de la sociedad, Sodecan, al igual que el resto de empresas públicas, debería ser cerrada o privatizada.


viernes, 25 de marzo de 2016

Ni jurar ni prometer

Cada vez que un político o funcionario toma de posesión de su cargo pronuncia la siguiente frase: «Juro o prometo por mi conciencia y honor cumplir fielmente las obligaciones del cargo... con lealtad al Rey, y guardar y hacer guardar la Constitución, como norma fundamental del Estado». Yo creo que es preferible que los políticos ni juren ni prometan sus cargos para evitar ponerlos en un brete.

En primer lugar, es altamente improbable que el juramento o promesa tenga algún valor más allá de su función perlocutiva, es decir, el político sólo puede acceder formalmente al cargo si profiere esa fórmula exigida por ley (Real Decreto 707/1979). La otra función es protocolaria y social: el acto de toma de posesión es un rito iniciático de una élite gobernante.

En segundo lugar, es propio de ingenuos creer que una frase ritual como «juro o prometo» tiene alguna eficacia o que compromete de algún modo a quien la pronuncia. Da igual si se hace ante un crucifijo, poniendo la mano sobre la constitución o en presencia de la familia y otros jefes de superior rango. El juramento o promesa puede ser tan falso como el beso de Judas y, al contrario que un contrato, no obliga jurídicamente a quien lo profiere. Por el número de políticos corruptos, tampoco creo que jurar el cargo posea valor moral para quienes carecen de moralidad. La fórmula es un mero brindis al sol, una mentira más de las muchas necesarias para alcanzar el poder.

En tercer lugar, dudo que el político actual tenga algo que llamamos «recta conciencia», la suya es más flexible que el caucho y siempre está subordinada a sus dos únicos fines: imponer sus ideas coactivamente a los demás y vivir de los impuestos. Por ese motivo, un político con honor es una contradicción en los términos. Tal vez, en tiempos pasados, los aristócratas tenían como principios de actuación el honor, la verdad y la justicia, que eran cumplidos cabalmente aún a costa de su propia vida; en cambio, para el político moderno el honor es un concepto extraño.

Alberto Benegas Lynch (h)
La democracia no permite que los políticos expresen sus propios valores porque, si quieren seguir en el cargo, deben asumir los valores imperantes en la sociedad. Una persona con recta conciencia y honor tiene sus días contados en la política pues en esta infame profesión los valores morales no son guías que orientan la conducta sino más bien obstáculos en su camino. Como dice el profesor Alberto Benegas Lynch (h): «El político es un cazador de votos» y si quiere seguir en activo debe satisfacer, no sus valores, sino aquellos que poseen los votantes; y si estos le reclaman panen et circenses aquél se los dará y les persuadirá, con muy poco esfuerzo, que «pan y circo» constituyen derechos universales del hombre y una conquista social. El político, por imperativo de la democracia, no puede tener recta conciencia ni honor, se trata de una imposibilidad lógica. Por eso, creo yo, deberíamos renunciar a la impostura que supone la fórmula de toma de posesión de un cargo público.